jueves, 31 de enero de 2013

XXXI En casa de Zacarías e Isabel

José y Zacarías están juntos conversando acerca del Mesías, de su próxima venida y de la realización de las profecías. Zacarías era un anciano de alta estatura y hermoso cuando estaba vestido de sacerdote. Ahora responde siempre por signos o escribiendo en su tablilla. Los veo al lado de la casa en una sala abierta al jardín.

María e Isabel están sentadas sobre una alfombra en el huerto, bajo un árbol grande, detrás del cual hay una fuente por donde se escapa el agua cuando se retira la compuerta. En todo el contorno veo un prado cubierto de césped, de flores y de árboles con pequeñas ciruelas amarillas. Están juntas comiendo frutas y panecillos sacados de la alforja de José. ¡Qué simplicidad y qué conmovedora frugalidad!

En la casa hay dos criados y dos mozos de servicio: los veo ir y venir preparando alimentos en una mesa, debajo dé un árbol. Zacarías y José se acercan y comen también algo. José quería volverse de inmediato a Nazaret; pero tendrá que quedarse ocho 
días allí. No sabe nada aún del estado de embarazo de María. Isabel y María habían guardado silencio sobre esto, manteniendo entre ellas una armonía secreta y profunda, que las unía íntimamente.

Varias veces al día, especialmente antes de las comidas, cuando todos se hallaban reunidos, las santas mujeres decían una especie de Letanías. José oraba con ellas. Pude ver una cruz que aparecía entre las dos mujeres, a pesar de no existir aún la cruz: aquello era como si dos cruces se hubiesen visitado.
Ayer, por la tarde, se juntaron todos para comer, quedándose hasta la medianoche sentados a la luz de una lámpara, bajo el árbol del jardín. Vi luego a José y a Zacarías solos en su oratorio, y a María y a Isabel en su pequeña habitación, una frente a la otra, de pie, absortas y estáticas, diciendo juntas el cántico del Magníficat. Además del vestuario mencionado, la Virgen usaba algo parecido a un velo negro transparente, que bajaba sobre el rostro cuando debía hablar con los hombres.

Hoy Zacarías condujo a José a otro jardín retirado de su casa. Zacarías era un hombre muy ordenado en todas sus cosas. En este huerto abundan árboles con frutas hermosas de todas clases: está muy bien cuidado, atravesado por una larga enramada, bajo la cual hay sombra; en su extremidad hay una glorieta escondida cuya puerta se abre por un costado. En lo alto de esta casa se ven aberturas cerradas con bastidores; dentro hay un lecho de reposo hecho de esteras, de musgos o de otras hierbas. Vi allí dos estatuas blancas del tamaño de un niño: no sé cómo se encuentran allí ni qué representan. Yo las hallaba parecidas a Zacarías y a Isabel, de cuando serían más jóvenes.

Hoy por la tarde vi a María y a Isabel ocupadas en la casa. La Virgen tomaba parte en los quehaceres domésticos y preparaba toda clase de prendas para el esperado niño. Las he visto trabajando juntas: tejían una colcha grande destinada al lecho de Isabel, para cuando hubiera dado a luz. Las mujeres judías usaban colchas de esta clase, las cuales tenían en el centro una especie de bolsillo 
dispuesto de tal manera que la madre podía envolverse completamente en él con su niño. Encerrada allí dentro y sostenida mediante almohadas podía sentarse o tenderse según su voluntad. En el borde de la colcha había flores bordadas y algunas sentencias.

Isabel y María preparaban también toda clase de objetos para regalarlos a los pobres cuando naciera la criatura. Vi a santa Ana durante la ausencia de María y de José, enviar a menudo su criada a la casa de Nazaret para ver si todo seguía en orden allí. Una vez la vi ir allá sola.

Zacarías fue con José a pasear al campo. La casa se hallaba sobre una colina y es la mejor de toda esa región; otras casitas veo dispersas alrededor. María se encuentra sola, un tanto fatigada, en la casa con Isabel. He visto a Zacarías y a José pasar la noche en el jardín situado a alguna distancia de la casa. Unas veces los vi durmiendo en la glorieta, otras, orando a la intemperie. Volvieron al amanecer.

He visto a Isabel y a María dentro de la casa. Todas las mañanas y las noches repiten el Magníficat, inspirado a María por el Espíritu Santo, después de la salutación de Isabel. La salutación del ángel fue como una consagración que hacía el templo de María Santísima a Dios. Cuando pronunció aquellas palabras: "He aquí la sierva del Señor, hágase en mí según tu palabra", el Verbo Divino, saludado por la Iglesia y saludado por su sierva, entró en ella. Desde entonces, Dios estuvo en su templo y María fue el templo y el Arca de la Alianza del Nuevo Testamento. La salutación de Isabel y el alborozo de Juan en el seno de su madre, fueron el primer culto rendido ante aquel Santuario. Cuando la Virgen entonó el Magníficat, la Iglesia de la Nueva Alianza, del nuevo matrimonio, celebró por primera vez el cumplimiento de las promesas divinas de la Antigua Alianza, del antiguo matrimonio, recitando, en acción de gracias, un Te Deum laudamus. ¡Quién pudiera expresar dignamente la emoción de este homenaje rendido por la Iglesia a su Salvador, aún antes de su nacimiento!

Esta noche, mientras veía orar a las santas mujeres, tuve varias intuiciones y explicaciones relativas al Magníficat y al acercamiento del Santo Sacramento en la actual situación de la Santísima Virgen. Mi estado de sufrimiento y mis numerosas molestias me han hecho olvidar casi todo lo que he podido ver. En el momento del pasaje del cántico:"Hizo valentías con su brazo", vi diferentes cuadros figurativos del Santísimo Sacramento del Altar en el Antiguo Testamento. Había allí, entre otros, un cuadro de Abrahán sacrificando a Isaac, y de Isaías anunciando a un rey perverso algo de que éste se burlaba, y que he olvidado. Vi muchas cosas desde Abrahán hasta Isaías, y desde éste hasta María Santísima. Siempre veía el Santísimo Sacramento acercándose a la Iglesia de Jesucristo, quien reposaba todavía en el seno de su Madre.

Hace mucho calor allí donde está María en la tierra prometida. Todos se van al jardín donde está la casita. Primero Zacarías y José, luego Isabel y María. Han tendido un toldo bajo un árbol como para hacer una tienda de campaña. Hacia un lado veo asientos muy bajos con respaldos.

Anoche vi a Isabel y a María que iban al jardín un tanto alejado de la casa de Zacarías. Llevaban frutas y panecillos dentro de unas cestas y parecía que querían pasar la noche en ese lugar. Cuando José y Zacarías volvieron más tarde, vi a María que les salía al encuentro. Zacarías tenía su tablilla, pero la luz era insuficiente para que pudiera escribir y vi que María impulsada por el 
Espíritu Santo le anunció que esa misma noche habría de hablar y que podía dejar su tablilla, ya que pronto podría conversar con José y rezar junto a él.
Tanto me sorprendió esto, que yo, sacudiendo la cabeza, no quise admitirlo; pero mi Ángel de la Guarda, o mi guía espiritual, que siempre me acompaña, díjome, haciéndome una señal para que mirase a otra parte: "¿No quieres creer esto? Pues mira lo que sucede allí". Mirando hacia el lado que me indicaba vi un cuadro totalmente distinto, de época muy posterior. Vi al santo ermitaño Goar en un lugar donde el trigo había sido cortado. Hablaba con los mensajeros de un obispo mal dispuesto con él y aún aquellos hombres no le tenían afecto. Cuando los hubo acompañado hasta su casa lo vi buscando un gancho cualquiera para poder colgar su capa. Como viera un rayo de sol que entraba por la abertura del muro, en la simplicidad de su fe colgó su capa de aquel rayo y ella quedó suspendida allí en el aire. Me admiró tanto este prodigio que ya no me asombré de oír hablar a Zacarías, puesto que aquella gracia le llegaba por intermedio de María Santísima, dentro de la cual habitaba el mismo Dios. Mi guía me habló entonces de aquello a que se da el nombre de milagro. Entre otras cosas recuerdo que me dijo:
"Una confianza total en Dios, con la simplicidad de un niño, da a todas las cosas el ser y la substancia".
Estas palabras me aclararon acerca de todos los milagros, aunque no puedo explicarme esto con claridad.
Vi a los cuatro santos personajes pasar la noche en el jardín: se sentaron y comieron algunas cosas. Luego los vi caminar de dos en dos, orar juntos y entrar alternativamente en la glorieta para descansar en ella. Supe también que después del sábado, José se volvería a Nazaret y que Zacarías lo acompañaría un trecho de camino. Había un hermoso claro de luna y el cielo estaba muy puro.

miércoles, 30 de enero de 2013

XXX Visitación de María a Isabel

Algunos días después de la Anunciación del Ángel a María, José volvióse a Nazaret e hizo ciertos arreglos en la casa para poder ejercer su oficio y quedarse, pues hasta entonces sólo había permanecido dos días allí. Nada sabía del misterio de la Encarnación del Verbo en María. Ella era la Madre de Dios y era la sierva del Señor y guardaba humildemente el secreto. Cuando la Virgen sintió que el Verbo se había hecho carne en ella, tuvo un gran deseo de ir a Juta, cerca de Hebrón, para visitar a su prima Isabel, que según, las palabras del ángel hallábase encinta desde hacía seis meses.

Acercándose el tiempo en que José debía ir a Jerusalén, para la fiesta de Pascua, quiso acompañarle con el fin de asistir a Isabel durante su embarazo. José, en compañía de la Virgen Santísima, se puso en camino para Juta. Él camino se dirigía al Mediodía. Llevaban un asno sobre el cual montaba María de vez en cuando. Este asno tenía atada al cuello una bolsa perteneciente a José, dentro de la cual había un largo vestido pardo con una especie de capuz. María se ponía este traje para ir al Templo o a la sinagoga. Durante el viaje usaba una túnica parda de lana, un vestido gris con una faja por encima, y cubría su cabeza una cofia amarilla. Viajaban con bastante rapidez. Después de haber atravesado la llanura de Esdrelón, los vi trepar una altura y entrar en la ciudad, de Dotan, en casa de un amigo del padre de José. Este era un hombre bastante acomodado, oriundo de Belén. Él padre de José lo llamaba hermano a pesar de no serlo:descendía de David por un antepasado que también fue rey, según creo, llamado Ela, o Eldoa o Eldad, pues no recuerdo bien su nombre.

Dotan era una ciudad de activo comercio. Luego los vi pernoctar bajo un cobertizo. Estando aún a doce leguas de la casa de Zacarías pude verlos otra noche en medio de un bosque, bajo una cabaña de ramas toda cubierta de hojas verdes con hermosas flores blancas. Frecuentemente se ven en este país al borde de los caminos esas glorietas hechas de ramas y de hojas y algunas construcciones más sólidas en las cuales los viajeros pueden pernoctar o refrescarse, y aderezar y cocer los alimentos que llevan consigo. Una familia de la vecindad se encarga de la vigilancia de varios de estos lugares y proporciona las cosas necesarias mediante una pequeña retribución. No fueron directamente de Jerusalén a Juta. Con el fin de viajar en la mayor soledad dieron una vuelta por tierras del Este, pasando al lado de una pequeña ciudad, a dos leguas de Emaús y tomando los caminos por donde Jesús anduvo durante sus años de predicación. Más tarde tuvieron que pasar dos montes, entre los cuales los vi descansar una vez comiendo pan, mezclando con el agua parte del bálsamo que habían recogido durante el viaje. En esta región el país es muy 
montañoso.

Pasaron junto a algunas rocas, más anchas en su parte superior que en la base; había en aquellos lugares grandes cavernas, dentro de las cuales se veían todaclase de piedras curiosas. Los valles eran muy fértiles. Aquel camino los condujo a través de bosques y de páramos, de prados y de campos. En un lugar bastante cerca del final del viaje noté particularmente una planta que tenía pequeñas y hermosas hojas verdes y racimos de flores formados por nueve campanillas cerradas de color de rosa. Tenía allí algo en qué debía ocuparme; pero he olvidado de qué se trataba.
La casa de Zacarías estaba situada sobre una colina, en torno de la cual había un grupo de casas. Un arroyo torrentoso baja de la colina. Me pareció que era el momento en que Zacarías volvía a su casa desde Jerusalén, pasadas las fiestas de Pascua. He visto a Isabel caminando, bastante alejada de su casa, sobre el camino de Jerusalén, llevada por un ansia inquieta e indefinible. Allí la encontró Zacarías, que se espantó de verla tan lejos de la casa en el estado en que se encontraba. Élla dijo que estaba muy agitada, pues la perseguía el pensamiento de que su prima María de Nazaret estaba en camino para visitarla.

Zacarías trató de hacerle comprender que desechase tal idea y por signos y escribiendo en una tablilla, le decía cuán poco verosímil era que una recién casada emprendiera viaje tan largo en aquel momento. Juntos volvieron a su casa. Isabel no podía desechar esa idea fija, habiendo sabido en sueños que una mujer de su misma sangre se había convertido en Madre del Verbo Eterno, del Mesías prometido. Pensando en María concibió un deseo muy grande de verla y la vio, en efecto, en espíritu que venía hacia ella. Preparó en su casa, a la derecha de la entrada, una pequeña habitación con asientos y aguardó allí al día siguiente, a la expectativa, mirando hacia el camino por si llegaba María. Pronto se levantó y salió a su encuentro por el camino.

Isabel era una mujer alta, de cierta edad: tenía el rostro pequeño y rasgos bellos; la cabeza la llevaba velada. Sólo conocía a María por las voces y la fama. María, viéndola a cierta distancia, conoció que era ella Isabel y se apresuró a ir a su encuentro, adelantándose a José que se quedó discretamente a la distancia. Pronto estuvo María entre las primeras casas de la vecindad, cuyos habitantes, impresionados por su extraordinaria belleza y conmovidos por cierta dignidad sobrenatural que irradiaba toda su persona, se retiraron respetuosamente en el momento de su encuentro con Isabel. Se saludaron amistosamente dándose la mano. En aquel momento vi un punto luminoso en la Virgen Santísima y como un rayo de luz que partía de allí hacia Isabel, la cual recibió una impresión maravillosa. No se detuvieron en presencia de los hombres,sino que, tomándose del brazo, se dirigieron a la casa por el patio interior.

En el umbral de la puerta, Isabel dio nuevamente la bienvenida a María y luego entraron en la casa. José llegó al patio conduciendo al asno, que entregó a un servidor y fue a buscar a Zacarías en una sala abierta sobre el costado de la casa. Saludó con mucha 
humildad al anciano sacerdote, el cual lo abrazó cordialmente y conversó con él por medio de la tablilla sobre la que escribía, pues había quedado mudo desde que el ángel se le había aparecido en el Templo.
María e Isabel, una vez que hubieron entrado, se hallaron en un cuarto que me pareció servir de cocina. Allí se tomaron de los brazos. María saludó a Isabel muy cordialmente y las dos juntaron sus mejillas. Vi entonces que algo luminoso irradiaba desde María hasta el interior de Isabel, quedando ésta toda iluminada y profundamente conmovida, con el corazón agitado por santo regocijo. Se retiró Isabel un poco hacia atrás, levantando la mano y, llena de humildad, de júbilo y entusiasmo, exclamó: "Bendita eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. ¿Pero de dónde a mí tanto favor que la Madre de mi Señor venga a visitarme?... Porque he aquí que como llegó la voz de tu salutación a mis oídos, la criatura que llevo se estremeció de alegría en mi interior. ¡Oh, dichosa tú, que has creído; lo que te ha dicho el Señor se cumplirá!"

Después de estas palabras condujo a María a la pequeña habitación preparada, para que pudiera sentarse y reposar de las fatigas del viaje. Sólo había que dar unos pasos para llegar hasta allí. María dejó el brazo de Isabel, cruzó las manos sobre el pecho y empezó el cántico del Magníficat: "Mi alma glorifica al Señor; y mi espíritu se alegró en Dios mi Salvador. Porque miró a la bajeza de su sierva; porque he aquí que desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones. Porque ha hecho grandes cosas conmigo el Todopoderoso, y santo es su Nombre. Y su misericordia es de generación en generación a los que le temen. Hizo valentías con su brazo; esparció a los soberbios en el pensamiento de su corazón. Quitó a los poderosos de los tronos y levantó a los humildes. A los hambrientos hinchó de bienes y a los ricos envió vacíos. Socorrió a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia. Como habló a nuestros padres, a Abrahán y a su simiente, para siempre".

Isabel repetía en voz baja el Magníficat con el mismo impulso de inspiración de María. Luego se sentaron en asientos muy bajos, ante una mesita de poca altura. Sobre ésta había un vaso pequeño.

¡Qué dichosa me sentía yo, porque repetía con ellas todas las oraciones, sentada muy cerca de María! ¡Qué grande era entonces mi felicidad!

martes, 29 de enero de 2013

XXIX La anunciación del Ángel

Tuve una visión de la Anunciación de María el día de esa fiesta. He visto a la Virgen Santísima poco después de su desposorio, en la casa de San José, en Nazaret. José había salido con dos asnos para traer algo que había heredado o para buscar las herramientas de su oficio. Me pareció que se hallaba aún en camino. Además de la Virgen y de dos jovencitas de su edad que habían sido, según creo, sus compañeras en el Templo, vi en la casa a Santa Ana con aquella parienta viuda que se hallaba a su servicio y que más tarde la acompañó a Belén, después del nacimiento de Jesús. Santa Ana había renovado todo en la casa. Vi a las cuatro mujeres yendo y viniendo por el interior paseando juntas en el patio. Al atardecer las he visto entrar y rezar de pie en torno de una pequeña mesa redonda; después comieron verduras y se separaron. Santa Ana anduvo aún en la casa de un lado a otro, como una madre de familia ocupada en quehaceres domésticos. María y las dos jóvenes se retiraron a sus dormitorios, separados.
El frente de la alcoba, hacia la puerta, era redondo, y en esta parte circular, separada por un tabique de la altura de un hombre, se encontraba arrollado el lecho de María. Fui conducida hasta aquella habitación por el joven resplandeciente que siempre me acompaña, y vi allí lo que voy a relatar en la forma que puede hacerlo una persona tan miserable como yo. 

Cuando hubo entrado la Santísima Virgen se puso, detrás de la mampara de su lecho, un largo vestido de lana blanca con ancho ceñidor y se cubrió la cabeza con un velo blanco amarillento. La sirvienta entró con una luz, encendió una lámpara de varios brazos que colgaba del techo, y se retiró. La Virgen tomó una mesita baja arrimada contra el muro y la puso en el centro de la habitación. La mesa estaba cubierta con una carpeta roja y azul, en medio de la cual había una figura bordada: no sé si era una letra o un adorno simplemente. 
Sobre la mesa había un rollo de pergamino escrito. Habiéndola colocado la Virgen entre su lecho y la puerta, en un lugar donde el suelo estaba cubierto con una alfombra, puso delante de sí un pequeño cojín redondo, sobre el cual se arrodilló, afirmándose con las dos manos sobre la mesa. María veló su rostro y juntó las manos delante del pecho, sin cruzar los dedos. Durante largo tiempo la vi así orando ardientemente, con la faz vuelta al cielo, invocando la Redención, la venida del Rey prometido a Israel, y pidiendo con fervor le fuera permitido tomar parte en aquella misión. Permaneció mucho tiempo arrodillada, transportada en éxtasis; luego inclinó la cabeza sobre el pecho. 

Entonces del techo de la habitación bajó, a su lado derecho, en línea algún tanto oblicua, un golpe tan grande de luz, que me vi obligada a volver los ojos hacia la puerta del patio. Vi, en medio de aquella masa de luz, a un joven resplandeciente, de cabellos rubios flotantes, que había descendido ante María, a través de los aires. Era el Arcángel Gabriel. Cuando habló vi que salían las palabras de su boca como si fuesen letras de fuego: las leí y las comprendí. 
María inclinó un tanto su cabeza velada a la derecha. Sin embargo, en su modestia, no miró al ángel. El Arcángel siguió hablando. María volvió entonces el rostro hacia él, como si obedeciera una orden, levantó un poco el velo y respondió. El ángel dijo todavía algunas palabras. María alzó el velo totalmente, miró al ángel y pronunció las sagradas palabras:
"He aquí la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra"…

María se hallaba en un profundo arrobamiento. La habitación resplandecía y ya no veía yo la lámpara del techo ni el techo mismo. El cielo aparecía abierto y mis miradas siguieron por encima del ángel una ruta luminosa. En el punto extremo de aquel río de luz se alzaba una figura de la Santísima Trinidad: era como un fulgor triangular, cuyos rayos se penetraban recíprocamente. Reconocí allí Aquello que sólo se puede adorar sin comprenderlo jamás: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y, sin embargo, un solo Dios Todopoderoso. 

Cuando la Santísima Virgen hubo dicho: "Hágase en mí según tu palabra", vi una aparición alada del Espíritu Santo, que no se parecía a la representación habitual bajo la forma de paloma: la cabeza se asemejaba a un rostro humano; la luz se derramaba a los costados en forma de alas. Vi partir de allí como tres efluvios luminosos hacia el costado derecho de la Virgen, donde volvieron a reunirse. Cuando esta luz penetró en su costado derecho, la Santísima Virgen volvióse luminosa Ella misma y como transparente: parecía que todo lo que había de opaco en ella desaparecía bajo esa luz, como la noche ante el espléndido día. Se hallaba tan penetrada de luz que no había en ella nada de opaco o de oscuro. Resplandecía como enteramente iluminada. 
Después de esto vi que el ángel desaparecía y que la faja luminosa, de donde había salido, se desvanecía. Parecía que el cielo aspirase y volviese hacia sí la luz que había dejado caer. Mientras veía todas estas cosas en la habitación de María tuve una impresión personal de naturaleza singular. Me hallaba en angustia continua, como si me acechasen peligrosas emboscadas, y vi una horrible serpiente que se arrastraba a través de la casa y por los escalones hasta la puerta, donde me había detenido cuando la luz penetró en la Santísima Virgen. 

El monstruo había llegado ya al tercer escalón. Aquella serpiente era del tamaño de un niño, con la cabezota ancha y chata, y a la altura del pecho tenía dos patas cortas membranosas, armadas con garras, sobre las cuales se arrastraba, que parecían alas de murciélago. Tenía manchas de diferentes colores, de aspecto repugnante; se parecía a la serpiente del Paraíso terrenal, pero de aspecto más deforme y espantoso. Cuando el ángel desapareció de la presencia de la Virgen, ésta pisa la cabeza del monstruo que estaba delante de la puerta, el cual lanzó un grito tan espantoso que me hizo estremecer. Después he visto aparecer tres espíritus, que golpearon al odioso reptil echándolo fuera de la casa.
Desaparecido el ángel he visto a María arrobada en éxtasis profundo, en absoluto recogimiento. Pude ver que ya conocía y adoraba la Encarnación del Redentor en sí misma, donde se hallaba como un pequeño cuerpo humano luminoso, completamente formado y provisto de todos sus miembros. Aquí, en Nazaret, no es lo mismo que en Jerusalén, donde las mujeres deben quedarse en el atrio, sin poder entrar en el Templo, porque solamente los sacerdotes tienen acceso al Santuario. En Nazaret la misma Virgen es el Templo: el Santo de los Santos está en Ella, como también el Sumo Sacerdote y se halla Ella sola con Él. ¡Qué conmovedor es todo esto y qué natural y sencillo al mismo tiempo! Quedaban cumplidas las palabras del salmo 45: "El Altísimo 
ha santificado su tabernáculo; Dios está en medio de Él, y no será conmovido".

Era más o menos la medianoche cuando contemplé todo este espectáculo. Al cabo de algún tiempo Ana entró en la habitación de María con las demás mujeres. Un movimiento admirable en la naturaleza las había despertado: una luz maravillosa había aparecido por encima de la casa. Cuando vieron a María de rodillas, bajo la lámpara, arrebatada en el éxtasis de su plegaria, se alejaron respetuosamente. 

Después de algún tiempo vi a la Virgen levantarse y acercarse al altarcito de la pared; encendió la lámpara y oró de pie. Delante de ella, sobre un alto atril, había rollos escritos. Sólo al amanecer la vi descansando. El guía me llevó fuera de la habitación; pero cuando estuve en el pequeño vestíbulo de la casa me vi presa de gran temor. Aquella horrible serpiente, que estaba allí en acecho, se precipitó sobre mí y quiso ocultarse entre los pliegues de mi vestido. Me encontré en medio de una angustia horrible; pero mi guía me alejó de allí y pude ver que reaparecían los tres espíritus, que golpearon nuevamente al monstruo. Aún resuena en mí su grito horroroso y me espanta su recuerdo.

Contemplando esta noche el misterio, de la Encarnación comprendía todavía muchas otras cosas. Ana recibió un conocimiento interior de lo que estaba realizándose. Supe también por qué el Redentor debía quedar nueve meses en el seno de su Madre y nacer bajo la forma de niño; el porqué no quiso aparecer en forma de hombre perfecto como nuestro primer padre Adán saliendo de las manos de Dios: todo esto se me explicó, pero ya no lo puedo explicar con claridad. Lo que puedo decir es que Él quiso santificar nuevamente el acto de la concepción y la natividad de los hombres, degradados por el pecado original.

Si María se convirtió en Madre y si Él no vino más temprano al mundo fue porque ella era lo que ninguna criatura fue antes ni será después: el puro vaso de gracia que Dios había prometido a los hombres y en el cual Él debía hacerse hombre, para pagar las deudas de la humanidad, mediante los abundantes méritos de su pasión.
La Santísima Virgen era la flor perfectamente pura de la raza humana abierta en la plenitud de los tiempos. Todos los hijos de Dios entre los hombres, todos, hasta los que desde el principio habían trabajado en la obra de la santificación, han contribuido a su venida. Ella era el único oro puro de la tierra; solamente ella era la porción inmaculada de la carne y de la sangre de la humanidad entera, que preparada, depurada, recogida y consagrada a través de todas las generaciones de sus antepasados; conducida, protegida y fortalecida bajo el régimen de la ley de Moisés, se realizaba finalmente como plenitud de la gracia. Predestinada en la eternidad, surgió en el tiempo como Madre del Verbo Eterno.

La Virgen María contaba poco más de catorce años cuando tuvo lugar la Encarnación de Jesucristo. Jesús llegó a la edad de treinta y tres años y tres veces seis semanas. Digo tres veces seis, porque en este mismo instante estoy viendo la cifra seis repetida tres veces.

lunes, 28 de enero de 2013

Traslado de La santa casa de Nazaret a Loreto XXVIII

He tenido a menudo la visión del traslado de la santa casa de Nazaret a Loreto. Yo no lo podía creer, a pesar de haberlo visto repetidas veces en visión. 

La he visto llevada por siete ángeles, que flotaban sobre el mar con ella. No tenía suelo, pero había en lugar del suelo un cimiento de luz y de claridad. De ambos lados tenía como asas. Tres ángeles la sostenían de un lado; otros tres del otro, llevándola por los aires. Uno de los ángeles volaba delante arrojando una gran estela de luz y de resplandor. 

Recuerdo haber visto que se llevaba a Europa la parte posterior de la casa, con el hogar y la chimenea, con el altar del Apóstol y con la pequeña ventana. Me parece, cuando pienso en ello, que las demás partes de la casa estaban pegadas a esta parte y que quedaron así, casi en estado de caerse por sí solas. 

Veo en Loreto también la cruz que María usó en Éfeso: está hecha de varias clases de madera. Más tarde la poseyeron los Apóstoles. Muchos prodigios se obran por medio de esta cruz. 

Las paredes de la santa casa de Loreto son totalmente las mismas de Nazaret. Los tirantes que estaban debajo de la chimenea son los mismos. La imagen milagrosa de María está ahora sobre el altar de los Apóstoles.

domingo, 27 de enero de 2013

La casa de Nazaret XXVII

He visto una fiesta en la casa de Santa Ana. Vi allí a seis huéspedes, sin contar a los familiares de la casa, y a algunos niños reunidos con José y María en torno de una mesa, sobre la cual había vasos. La Virgen tenía un manto con flores rojas, azules y blancas, como se ve en las antiguas casullas. Llevaba un velo transparente y por encima otro negro. Esta parecía una continuación de la fiesta de bodas. 

Mi guía me llevó a la casa de Santa Ana, que reconocí enseguida con todos sus detalles. No encontré allí a José ni a María. Vi que Santa Ana se disponía a ir a Nazaret, donde habitaba ahora la Sagrada Familia. Llevaba bajo el brazo un envoltorio para María. Para ir a Nazaret tuvo que atravesar una llanura y luego un bosquecillo, delante de una altura. Yo seguí el mismo camino. He visto a Ana visitando a María y entregarle lo que había traído para ella, volviéndose luego a su casa. María lloró mucho y acompañó a su santa madre un trozo de camino. Vi a San José frente a la casa en un sitio algo apartado. 

La casita de Nazaret, que Ana había preparado para María y José, pertenecía a Santa Ana. Ella podía, desde su casa, llegar allí sin ser observada, por caminos extraviados, en media hora de camino. 

La casa de José no estaba muy lejos de la puerta de la ciudad y no era tan grande como la de Santa Ana. Había en la vecindad un pozo cuadrangular al cual se bajaba por algunas escaleras. Delante de la casa había un pequeño patio cuadrado. Estaba sobre una colinita, no edificada ni cavada, sino que estaba separada de la colina por la parte de atrás, y a la cual conducía un sendero angosto abierto en la misma roca. En la parte posterior tenía una abertura por arriba, en forma de ventana, que miraba a lo alto de la colina. Había bastante oscuridad detrás de la casa. La parte posterior de la casita era triangular y era más elevada que la anterior. La parte baja estaba cavada en la piedra; la parte alta era de materiales livianos. 

En la parte posterior estaba el dormitorio de María: allí tuvo lugar la Anunciación del Ángel. Esta habitación tenía forma semicircular debido a los tabiques de juncos entretejidos groseramente, que cubrían las paredes posteriores en lugar de los biombos livianos que se usaban. Los tabiques que cubrían las paredes tenían dibujos de varias formas y colores. El lecho de María estaba en el lado derecho; detrás de un tabique entretejido. En la parte izquierda estaba el armario y la pequeña mesa con el escabel: era éste el lugar de oración de María. 

La parte posterior de la casa estaba separada del resto por el hogar, que era una pared en medio de la cual se levantaba una chimenea hasta el techo. Por la abertura del techo salía la chimenea, terminada en un pequeño tejadito. Más tarde he visto al final de esta chimenea dos pequeñas campanas colgadas. 

A derecha e izquierda había dos puertas con tres escalones que iban a la alcoba de María. En las paredes del hogar había varios huecos abiertos con el menaje y otros objetos que aún veo en la casa de Loreto, Detrás de la chimenea había un tirante de cedro, al cual estaba adherida la pared del hogar con la chimenea. Desde este tirante, plantado verticalmente salía otro a través, a la mitad de la pared posterior, donde estaban metidos otros, por ambos lados. El color de estos maderos era azulado con adornos amarillos. A través de ellos se veía el techo, revestido interiormente de hojas y de esteras; en los ángulos había adornos de estrellas. La estrella del ángulo del medio era grande y parecía representar el lucero de la mañana. Más tarde he visto allí más número de estrellas. Sobre el tirante horizontal que salía de la chimenea e iba a la pared posterior por una abertura exterior, colgaba la lámpara. Debajo de la chimenea se veía otro tirante. El techo exterior no era en punta, sino plano, de modo que se podía caminar sobre él, pues estaba resguardado por un parapeto en torno de esa azotea. 

Cuando la Virgen Santísima, después de la muerte de San José, dejó la casita de Nazaret y fue a vivir en las cercanías de Cafarnaúm, se empezó a adornar la casa, conservándola como un lugar sagrado de oración. María peregrinaba a menudo desde Cafarnaúm hasta allá, para visitar el lugar de la Encarnación y entregarse a la oración. Pedro y Juan, cuando iban a Palestina, solían visitar la casita para consagrar en ella, pues se había instalado un altar en el lugar donde había estado el hogar. El armarito que María había usado lo pusieron sobre la mesa del altar como a manera de tabernáculo.

sábado, 26 de enero de 2013

El anillo nupcial de María XXVI


He visto que el anillo nupcial de María no es de oro ni de plata ni de otro metal. Tiene un color sombrío con reflejos cambiantes. No es tampoco un pequeño círculo delgado, sino bastante grueso como un dedo de ancho. Lo vi todo liso, aunque llevaba incrustados pequeños triángulos regulares en los cuales había letras. Vi que estaba bien guardado bajo muchas cerraduras en una hermosa iglesia. Hay personas piadosas que antes de celebrar sus bodas tocan esta reliquia preciosa con sus alianzas matrimoniales. En estos últimos días he sabido muchos detalles relativos a la historia del anillo nupcial de María; pero no puedo relatarlo en el orden debido. 

He visto una fiesta en una ciudad de Italia (Perusa) donde se conserva este anillo. Estaba expuesto en una especie de viril, encima del tabernáculo. Había allí un gran altar embellecido con adornos de plata. Mucha gente llevaba sus anillos para hacerlos tocar en la custodia. Durante esta fiesta he visto aparecer de ambos lados del altar del anillo, a María y a José con sus trajes de bodas. Me pareció que José colocaba el anillo en el dedo de María. En aquel momento vi el anillo todo luminoso, como en movimiento. A la izquierda y a la derecha del altar, vi otros dos altares, los cuales probablemente no se hallaban en la misma iglesia; pero me fueron mostrados allí en esta visión. 

Sobre el altar de la derecha se hallaba una imagen del Ecce Homo, que un piadoso magistrado romano, amigo de San Pedro, había recibido milagrosamente. Sobre el altar de la izquierda estaba una de las mortajas de Nuestro Señor. 

Terminadas las bodas, se volvió Ana a Nazaret, y María partió también en compañía de varias vírgenes que habían dejado el Templo al mismo tiempo que ella. No sé hasta dónde acompañaron a María: sólo recuerdo que el primer sitio donde se detuvieron para pasar la noche fue la escuela de Levitas de Bet-Horon. María hacía el viaje a pie. Después de las bodas, José había ido a Belén para ordenar algunos asuntos de familia. Más tarde se trasladó a Nazaret.

viernes, 25 de enero de 2013

Desposorio de la Virgen María con San José XXV

María vivía entre tanto en el Templo con otras muchas jóvenes bajo la custodia de las piadosas matronas, ocupadas en bordar, en tejer y en labores para las colgaduras del Templo y las vestiduras sacerdotales. También limpiaban las vestiduras y otros objetos destinados al culto divino. 

Cuando llegaban a la mayoría de edad, se las casaba. Sus padres las habían entregado totalmente a Dios y entre los israelitas más piadosos existía el presentimiento que de uno de esos matrimonios se produciría el advenimiento del Mesías.

Cuando María tenía catorce años y debía salir pronto del Templo para casarse, junto con otras siete jóvenes, vi a Santa Ana visitarla en el Templo. Al anunciar a María que debía abandonar el Templo para casarse, la vi profundamente conmovida, declarando al sacerdote que no deseaba abandonar el Templo, pues se había consagrado sólo a Dios y no tenía inclinación por el matrimonio. A todo esto le fue respondido que debía aceptar algún esposo. La vi luego en su oratorio, rezando a Dios con mucho fervor. 

Recuerdo que, teniendo mucha sed, bajó con su pequeño cántaro para recoger agua de una fuente o depósito, y que allí, sin aparición visible, escuchó una voz que la consoló, haciéndole saber al mismo tiempo, que era necesario aceptar ese casamiento. Aquello no era la Anunciación, que me fue dado ver más tarde en Nazaret. Creí, sin embargo, haber visto esta vez, la aparición de un ángel. En mi juventud confundí a veces este hecho con la Anunciación, creyendo que había tenido lugar en el Templo.

Vi a un sacerdote muy anciano, que no podía caminar: debía ser el Sumo Pontífice. Fue llevado por otros sacerdotes hasta el Santo de los Santos y mientras encendía un sacrificio de incienso, leía las oraciones en un rollo de pergamino colocado sobre una especie de atril. Hallándose arrebatado en éxtasis tuvo una aparición y su dedo fue llevado sobre el pergamino al siguiente pasaje de Isaías: "Un retoño saldrá de la raíz de Jessé y una flor ascenderá de esa raíz". Cuando el anciano volvió en sí, leyó este pasaje y tuvo conocimiento de algo al respecto. 

Luego se enviaron mensajeros a todas las regiones del país convocando al Templo a todos los hombres de la raza de David que no estaban casados. Cuando varios de ellos se encontraron reunidos en el Templo, en traje de fiesta, les fue presentada María. Entre ellos vi a un joven muy piadoso de Belén, que había pedido a Dios, con gran fervor, el cumplimiento de la promesa: en su corazón vi un gran deseo de ser elegido por esposo de María. 

En cuanto a Ella, volvió a su celda y derramó muchas lágrimas, sin poder imaginar siquiera que habría de permanecer siempre virgen. 

Después de esto vi al Sumo Sacerdote, obedeciendo a un impulso interior, presentar unas ramas a los asistentes, ordenando que cada uno de ellos la marcara una con su nombre y la tuviera en la mano durante la oración y el sacrificio. Cuando hubieron hecho esto, las ramas fueron tomadas nuevamente de sus manos y colocadas en un altar delante del Santo de los Santos, siéndoles anunciado que aquél de entre ellos cuya rama floreciere sería el designado por el Señor para ser el esposo de María de Nazaret.

Mientras las ramas se hallaban delante del Santo de los Santos, siguió celebrándose el sacrificio y continuó la oración. Durante este tiempo vi al joven, cuyo nombre quizás recuerde, (y que la Tradición llama Agabus) invocar a Dios en una sala del Templo, con los brazos extendidos, y derramar ardientes lágrimas, cuando después del tiempo marcado, les fueron devueltas las ramas anunciándoles que ninguno de ellos había sido designado por Dios para ser esposo de aquella Virgen.

Volvieron los hombres a sus casas y el joven se retiró al monte Carmelo, junto con los sacerdotes que vivían allí desde el tiempo de Elías, quedándose con ellos y orando continuamente por el cumplimiento de la Promesa.

Luego vi a los sacerdotes del Templo buscando nuevamente en los registros de las familias, si quedaba algún descendiente de la familia de David que no hubiese sido llamado. Hallaron la indicación de seis hermanos que habitaban en Belén, uno de los cuales era desconocido y andaba ausente desde hacía tiempo. Buscaron el domicilio de José, descubriéndolo a poca distancia de Samaria, en un lugar situado cerca de un riachuelo. Habitaba a la orilla del río y trabajaba bajo las órdenes de un carpintero. 

Obedeciendo a las órdenes del Sumo Sacerdote, acudió José a Jerusalén y se presentó en el Templo. Mientras oraban y ofrecían sacrificio pusiéronle también en las manos una vara, y en el momento en que él se disponía a dejarla sobre el altar, delante del Santo de los Santos, brotó de la vara una flor blanca, semejante a una azucena; y pude ver una aparición luminosa bajar sobre él: era como si en ese momento José hubiese recibido al Espíritu Santo. Así se supo que éste era el hombre designado por Dios para ser prometido de María Santísima, y los sacerdotes lo presentaron a María, en presencia de su madre. María, resignada a la voluntad de Dios, lo aceptó humildemente, sabiendo que Dios todo lo podía, puesto que Él había recibido su voto de pertenecer sólo a Él.

Ceremonia nupcial

Las bodas de María y José, que duraron de seis a siete días, fueron celebradas en Jerusalén en una casa situada cerca de la montaña de Sión que se alquilaba a menudo para ocasiones semejantes. Además de las maestras y compañeras de María de la escuela del Templo, asistieron muchos parientes de Joaquín y de Ana, entre otros un matrimonio de Gofna con dos hijas. Las bodas fueron solemnes y suntuosas, y se ofrecieron e inmolaron muchos corderos como sacrificio en el Templo. 

He podido ver muy bien a María con su vestido nupcial. Llevaba una túnica muy amplia abierta por delante, con anchas mangas. Era de fondo azul, con grandes rosas rojas, blancas y amarillas, mezcladas de hojas verdes, al modo de las ricas casullas de los tiempos antiguos. El borde inferior estaba adornado con flecos y borlas. 

Encima del traje llevaba un manto celeste parecido a un gran paño. Además de este manto, las mujeres judías solían llevar en ciertas ocasiones algo así como un abrigo de duelo con mangas. El manto de María caíale sobre los hombros volviendo hacia adelante por ambos lados y terminando en una cola. 

Llevaba en la mano izquierda una pequeña corona de rosas blancas y rojas de seda; en la derecha tenía, a modo de cetro, un hermoso candelero de oro sin pie, con una pequeña bandeja sobrepuesta, en el que ardía algo que producía una llama blanquecina. Ana había traído el vestido de boda, y María, en su humildad, no quería ponérselo después de los esponsales.

Las jóvenes del Templo arreglaron el cabello de María, terminando el tocado en muy breve tiempo. Sus cabellos fueron ajustados en torno a la cabeza, de la cual colgaba un velo blanco que caía por debajo de los hombros. Sobre este velo le fue puesta una corona.

La Virgen María es rubia

La cabellera de María era abundante, de color rubio de oro, cejas negras y altas, grandes ojos de párpados habitualmente entornados con largas pestañas negras, nariz de bella forma un poco alargada, boca noble y graciosa, y fino mentón. Su estatura era mediana. 

Vestida con su hermoso traje, era su andar lleno de gracia, de decencia y de gravedad. Vistióse luego para la boda con otro atavío menos adornado, del cual poseo un pequeño trozo que guardo entre mis reliquias. Las personas acomodadas mudaban tres o cuatro veces sus vestidos durante las bodas. Llevó este traje listado en Caná y en otras ocasiones solemnes. A veces volvía a ponerse su vestido de bodas cuando iba al Templo. En ese traje de gala, María me recordaba a ciertas mujeres ilustres de otras épocas, por ejemplo a Santa Elena y a Santa Cunegunda, aunque distinguiéndose de ellas por el manto con que se envolvían las mujeres judías, más parecido al de las damas romanas. Había en Sión, en la vecindad del Cenáculo, algunas mujeres que preparaban hermosas telas de todas clases, según pude ver a propósito de sus vestidos. 

José llevaba un traje largo, muy amplio, de color azul con mangas anchas y sujetas al costado por cordones. En torno al cuello tenía una esclavina parda o más bien una ancha estola, y en el pecho colgábanle dos tiras blancas. He visto todos los pormenores de los esponsales de María y José: la comida de boda y las demás solemnidades; pero he visto al mismo tiempo otras tantas cosas. Me encuentro tan enferma, tan molesta de mil diversas formas, que no me atrevo a decir más para no introducir confusión en estos relatos.

jueves, 24 de enero de 2013

Infancia y juventud de San José XXIV

José, cuyo padre se llamaba Jacob, era el tercero entre seis hermanos. Sus padres habitaban un gran edificio situado poco antes de llegar a Belén, que había sido en otro tiempo la casa paterna de David, cuyo padre, Jessé, era el dueño. En la época de José casi no quedaban más que los anchos muros de aquella antigua construcción. Creo que conozco mejor esta casa que nuestra aldea de Flamske. Delante de la casa había un patio anterior rodeado de galerías abiertas como al frente de las casas de la Roma antigua. En sus galerías pude ver figuras semejantes a cabezas de antiguos personajes. Hacia un lado del patio, había una fuente debajo de un pequeño edificio de piedra, donde el agua salía de la boca de animales. La casa no tenía ventanas en el piso bajo, pero sí aberturas redondas arriba. He visto una puerta de entrada. Alrededor de la casa corría una amplia galería, en cuyos rincones había cuatro torrecillas parecidas a gruesas columnas terminadas cada una en una especie de cúpula, donde sobresalían pequeños banderines. Por las aberturas de esas cupulitas, a las que se llegaba mediante escaleras abiertas en las torrecillas, podía verse a lo lejos, sin ser visto. Torrecillas, semejantes a éstas había en el palacio de David, en Jerusalén; fue desde la cúpula de una de ellas desde donde pudo mirar a Bersabé mientras tomaba el baño. 

En lo alto de la casa, la galería corría alrededor de un piso poco elevado, cuyo techo plano soportaba una construcción terminada en otra torre pequeña, José y sus hermanos habitaban en la parte alta con un viejo judío, su preceptor. Dormían alrededor de una habitación colocada en el centro, que dominaba la galería. Sus lechos consistían en colchas arrolladas contra el muro durante el día, separadas entre sí por esteras movibles. Los he visto jugando en su dormitorio. 

También vi a los padres, los cuales se relacionaban poco con sus hijos. No me parecieron ni buenos ni malos. José tendría ocho años más o menos. De natural muy distinto a sus hermanos, era muy inteligente, y aprendía todo muy fácilmente, a pesar de ser sencillo, apacible, piadoso y sin ambiciones. Sus hermanos lo hacían víctima de toda clase de travesuras y a veces lo maltrataban. 

Aquellos muchachos poseían pequeños jardines divididos en compartimentos: vi en ellos muchas plantas y arbustos. He visto que a menudo iban los hermanos de José a escondidas y le causaban destrozos en sus parcelas, haciéndole sufrir mucho. Lo he visto con frecuencia bajo la galería del patio, de rodillas, rezando con los brazos extendidos. Sucedía entonces que sus hermanos se deslizaban detrás de él y le golpeaban. Estando de rodillas una vez uno de ellos le golpeó por detrás, y como José parecía no advertirlo, volvió aquél a golpearlo con tal insistencia, que el pobre José cayó hacia delante sobre las losas del suelo. Comprendí por esto que José debía estar arrebatado en éxtasis durante la oración. Cuando volvió en sí, no dio muestras de alterarse, ni pensó en vengarse: buscó otro rincón aislado para continuar su plegaria.

Los padres no le mostraban tampoco mayor cariño. Hubieran deseado que empleara su talento en conquistarse una posición en el mundo; pero José no aspiraba a nada de esto. Los padres encontraban a José demasiado simple y rutinario; les parecía mal que amara tanto la oración y el trabajo manual. 

En otra época en que podría tener doce años lo vi a menudo huir de las molestias de sus hermanos, yendo al otro lado de Belén, no muy lejos de lo que fue más tarde la gruta del pesebre, y detenerse allí algún tiempo al lado de unas piadosas mujeres pertenecientes a la comunidad de los esenios. Habitaban estas mujeres cerca de una cantera abierta en la colina, encima de la cual se hallaba Belén, en cuevas cavadas en la misma roca. Cultivaban pequeñas huertas contiguas e instruían a otros niños de los esenios. Frecuentemente veía al pequeño José, mientras recitaban oraciones escritas en un rollo a la luz de la lámpara suspendida en la pared de la roca, buscar refugio cerca de ellas para librarse de las persecuciones de sus hermanos. También lo vi detenerse en las grutas, una de las cuales habría de ser más tarde el lugar de Nacimiento del Redentor.

Oraba solo allí o se ocupaba en fabricar pequeños objetos de madera. Un viejo carpintero tenía su taller en la vecindad de los esenios. José iba allí a menudo y aprendía poco a poco ese oficio, en el cual progresaba fácilmente por haber estudiado algo de geometría y dibujo bajo su preceptor. 

Finalmente las molestias de sus hermanos le hicieron imposible la convivencia en la casa paterna. Un amigo que habitaba cerca de Belén, en una casa separada de la de sus padres por un pequeño arroyo, le dio ropa con la cual pudo disfrazarse y abandonar la casa paterna, por la noche, para ir a ganarse la vida en otra parte con su oficio de carpintero. Tendría entonces de dieciocho a veinte años de edad. 

Primero lo vi trabajando en casa de un carpintero de Libona, donde puede decirse que aprendió el oficio. La casa de su patrón estaba construida contra unos muros que conducían hasta un castillo en ruinas, a todo lo largo de una cresta montañosa. En aquella muralla habían hecho sus viviendas muchos pobres del lugar. Allí he visto a José trabajando largos trozos de madera, encerrado entre grandes muros, donde la luz penetraba por las aberturas superiores. Aquellos trozos formaban marcos en los cuales debían entrar tabiques de zarzos. 

Su patrón era un hombre pobre que no hacía sino trabajos rústicos, de poco valor. José era piadoso, sencillo y bueno; todos lo querían. Lo he visto siempre, con perfecta humildad, prestar toda clase de servicios a su patrón, recoger las virutas, juntar trozos de madera y llevarlos sobre sus hombros. Más tarde pasó una vez por estos lugares en compañía de liaría y creo que visitó con ella su antiguo taller.

Mientras tanto sus padres creían que José hubiese sido robado por bandidos. Luego vi que sus hermanos descubrieron donde se hallaba y le hicieron vivos reproches, pues tenían mucha vergüenza de la baja condición en que se había colocado. José quiso quedarse en esa condición, por humildad; pero dejó aquel sitio y se fue a trabajar a Taanac, cerca de Megido, al borde de un pequeño río, el Kisón, que desemboca en el mar. Este lugar no está lejos de Afeké, ciudad natal del Apóstol Santo Tomás. Allí vivió en casa de un patrón bastante rico, donde se hacían trabajos más delicados. 

Después lo vi trabajando en Tiberíades para otro patrón, viviendo solo en una casa al borde del lago. Tendría entonces unos treinta años. Sus padres habían muerto en Belén, donde aún habitaban dos de sus hermanos. Los otros se habían dispersado. La casa paterna ya no era propiedad de la familia, que quedó totalmente arruinada. 

José era muy piadoso y oraba por la pronta venida del Mesías. Estando un día ocupado en arreglar un oratorio, cerca de su habitación, para poder rezar en completa soledad, se le apareció un ángel, dándole orden de suspender el trabajo: que así como en otro tiempo Dios había confiado al patriarca José la administración de los graneros de Egipto, ahora el granero que encerraba la cosecha de la Salvación habría de ser confiado a su guardia paternal. José, en su humildad, no comprendió estas palabras y continuó rezando con mucho fervor hasta que se le ordenó ir al Templo de Jerusalén para convertirse, en virtud de una orden venida de lo Alto, en el esposo de la Virgen Santísima. 

Antes de esto nunca lo he visto casado, pues vivía muy retraído y evitaba la compañía de las mujeres.

miércoles, 23 de enero de 2013

El nacimiento de Juan es anunciado a Zacarías XXIII

He visto a Zacarías hablando con Isabel, confiándole la pena que le causaba tener que ir a cumplir su servicio en el Templo de Jerusalén, debido al desprecio con que se le trataba por la esterilidad de su matrimonio. Zacarías estaba de servicio dos veces por año: No vivían en Hebrón mismo, sino a una legua de allí, en Juta. Entre Juta y Hebrón subsistían muchos antiguos muros; quizás en otros tiempos aquellos dos lugares habían estado unidos. Al otro lado de Hebrón se veían muchos edificios diseminados, como restos de la antigua ciudad que fue en otros tiempos tan grande como Jerusalén. Los sacerdotes que habitaban en Hebrón eran menos elevados en dignidad que los que vivían en Juta. Zacarías era así como jefe de estos últimos y gozaba, lo mismo que Isabel, del mayor respeto a causa de su virtud y de la pureza de su linaje de Aarón, su antepasado. 

He visto a Zacarías visitar, con varios sacerdotes del país, una pequeña propiedad suya en las cercanías de Juta. Era un huerto con árboles frutales y una casita. Zacarías oró allí con sus compañeros, dándoles luego instrucciones y preparándolos para el servicio del Templo que les iba a tocar. También le oí hablar de su aflicción y del presentimiento de algo que habría de sucederle. 

Marchó Zacarías con aquellos sacerdotes a Jerusalén, donde esperó cuatro días hasta que le llegó el turno de ofrecer sacrificio. Durante este tiempo oraba continuamente en el Templo. Cuando le tocó presentar el incienso, lo vi entrar en el Santuario, donde se hallaba el altar de los perfumes, delante de la entrada del Santo de los Santos. Encima de él, el techo estaba abierto, de modo que podía verse el cielo. El sacerdote no era visible desde el exterior. En el momento de entrar, otro sacerdote le dijo algo, retirándose de inmediato.

Cuando Zacarías estuvo solo, vi que levantaba una cortina y entraba en un lugar oscuro. Tomó algo que colocó sobre el altar, encendiendo el incienso. En aquel momento pude ver, a la derecha del altar, una luz que bajaba hacia él y una forma brillante que se acercaba. Asustado, arrebatado en éxtasis, le vi caer hacia el altar. El ángel lo levantó, le habló durante largo tiempo, y Zacarías respondía. Por encima de su cabeza el cielo estaba abierto y dos ángeles subían y bajaban como por una escala. El cinturón de Zacarías estaba desprendido, quedando sus ropas entreabiertas; vi que uno de los ángeles parecía retirar algo de su cuerpo mientras el otro le colocaba en el flanco un objeto luminoso. Todo esto se asemejaba a lo que había sucedido cuando Joaquín recibió la bendición del ángel para la concepción de la Virgen Santísima.

Los sacerdotes tenían por costumbre salir del Santuario inmediatamente después de haber encendido el incienso. Como Zacarías tardara mucho en salir, el pueblo, que oraba afuera, esperando, empezó a inquietarse; pero Zacarías, al salir, estaba mudo y vi que escribió algo sobre una tablilla. Cuando salió al vestíbulo muchas personas se agruparon a su alrededor preguntándole la razón de su tardanza; mas él no podía hablar, y haciendo signos con la mano, mostraba su boca. La tablilla escrita, que mandó a Juta en seguida a casa de Isabel, anunciaba que Dios le había hecho una promesa y al mismo tiempo le decía que había perdido el uso de la palabra. 

Al cabo del tiempo se volvió a su casa. También Isabel había recibido una revelación, que ahora no recuerdo cómo. Zacarías era un hombre de estatura elevada, grande y de porte majestuoso.

martes, 22 de enero de 2013

María en el Templo XXII

He visto una fiesta en las habitaciones de las vírgenes del Templo. María pidió a las maestras y a cada doncella en particular si querían admitirla entre ellas, pues esta era la costumbre que se practicaba. Hubo una comida y una pequeña fiesta en la que algunas niñas tocaron instrumentos de música. Por la noche vi a Noemí, una de las maestras, que conducía a la niña María hasta la pequeña habitación que le estaba reservada y desde la cual podía ver el interior del Templo. Había en ella una mesa pequeña, un escabel y algunos estantes en los ángulos. Delante de esta habitación había lugar para la alcoba, el guardarropa y el aposento de Noemí. María habló a Noemí de su deseo de levantarse varias veces durante la noche, pero ésta no se lo permitió. Las mujeres del Templo llevaban largas y amplias vestiduras blancas, ceñidas con fajas y mangas muy anchas, que recogían para trabajar. Iban veladas.

No recuerdo haber visto nunca a Herodes que haya hecho reconstruir de nuevo la totalidad del Templo. Sólo vi que durante su reinado se hicieron diversos cambios. Cuando María entró en el Templo, once años antes del nacimiento del Salvador, no se hacían trabajos propiamente dichos; pero, como siempre, se trabajaba en las construcciones exteriores: esto no dejó de hacerse nunca. He visto hoy la habitación de María en el Templo. En el costado Norte, frente al Santuario, se hallaban en la parte alta varias salas que comunicaban con las habitaciones de las mujeres. El dormitorio de María era uno de los más retirados, frente al Santo de los Santos. Desde el corredor, levantando una cortina, se pasaba a una sala anterior separada del dormitorio por un tabique de forma convexa o terminada en ángulo. En los ángulos de la derecha e izquierda estaban las divisiones para guardar la ropa y los objetos de uso; frente a la puerta abierta de este tabique, algunos escalones llevaban arriba hasta una abertura, delante de la cual había un tapiz, pudiéndose ver desde allí el interior del Templo. A izquierda, contra el muro de la habitación, había una alfombra enrollada, que cuando estabaextendida formaba el lecho sobre el cual reposaba la niña María. En un nicho de la muralla estaba colocada una lámpara, cerca de la cual vi a la niña de pie, sobre un escabel, leyendo oraciones en un rollo de pergamino. Llevaba un vestido de listas blancas y azules, sembrado de flores amarillas. Había en la habitación una mesa baja y redonda.

Vi entrar en la habitación a la profetisa Ana, que colocó sobre la mesa una fuente con frutas del grosor de un haba y una anforita. María tenía una destreza superior a su edad: desde entonces la vi trabajar en pequeños pedazos de tela blanca para el servicio del Templo. Las paredes de su pieza estaban sobrepuestas con piedras triangulares de varios colores. A menudo oía yo a la niña decir a Ana: "¡Ah, pronto el Niño prometido nacerá! ¡Oh, si yo pudiera ver al Niño Redentor!"... Ana le respondía; "Yo soy ya anciana y debí esperar mucho a ese Niño. ¡Tú, en cambio, eres tan pequeña!"... María lloraba a menudo por el ansia de ver al Niño Redentor.

Las niñas que se educaban en el Templo se ocupaban de bordar, adornar, lavar y ordenar las vestiduras sacerdotales y limpiar los utensilios sagrados del Templo.En sus habitaciones, desde donde podían ver el Templo, oraban y meditaban. Estaban consagradas al Señor por medio de la entrega que hacían sus padres en el Templo. Cuando llegaban a la edad conveniente, eran casadas, pues había entre los israelitas piadosos la silenciosa esperanza de que, de una de estas vírgenes consagradas al Señor debía nacer el Mesías. Cuan ciegos y duros de corazón eran los fariseos y los sacerdotes del Templo se puede conocer por el poco interés y desconocimiento que manifestaron con las santas personas con las cuales trataron. Primeramente desecharon sin motivo el sacrificio de Joaquín. Sólo después de algunos meses, por orden de Dios, fue aceptado el sacrificio de Joaquín y de Ana. Joaquín llega a las cercanías del Santuario y se encuentra con Ana, sin saberlo de antemano, conducidos por los pasajes debajo del Templo por los mismos sacerdotes. Aquí se encuentran ambos esposos y María es concebida. Otros sacerdotes los esperan en la salida del Templo. Todo esto sucedía por orden e inspiración de Dios. He visto algunas veces que las estériles eran llevadas allí por orden de Dios.

María llega al Templo teniendo algo menos de cuatro años: en toda su presentación hay signos extraordinarios y desusados. La hermana de la madre de Lázaro viene a ser la maestra de María, la cual aparece en el Templo con tales señales no comunes que algunos sacerdotes ancianos escribían en grandes libros acerca de esta niña extraordinaria. Creo que estos escritos existen aún entre otros escritos, ocultos por ahora. Más tarde suceden otros prodigios, como el florecimiento de la vara en el casamiento con José. Luego la extraña historia de la venida de los tres Reyes Magos, de los pastores, por medio de la llamada de los ángeles. Después, en la presentación de Jesús en el Templo, el testimonio de Simeón y de Ana; y el hecho admirable de Jesús entre los doctores del Templo a los doce años. Todo este conjunto de cosas extraordinarias las despreciaron los fariseos y las desatendieron. Tenían las cabezas llenas de otras ideas y asuntos profanos y de gobierno. Porque la Santa Familia vivió en pobreza voluntaria fue relegada al olvido, como el común del pueblo. Los pocos iluminados, como Simeón, Ana y otros, tuvieron que callar y reservarse delante de ellos.

Cuando Jesús comenzó su vida pública y Juan dio testimonio de Él, lo contradijeron con tanta obstinación en sus enseñanzas, que los hechos extraordinarios de su juventud, si es que no los habían olvidado, no tenían interés ninguno en darlos a conocer a los demás. El gobierno de Herodes y el yugo de los romanos, bajo el cual cayeron, los enredó de tal manera en las intrigas palaciegas y en los negocios humanos, que todo espíritu huyó de ellos. Despreciaron el testimonio de Juan y olvidaron al decapitado. Despreciaron los milagros y la predicación de Jesús. Tenían ideas erróneas sobre el Mesías y los profetas: así pudieron maltratarlo tan bárbaramente, darle muerte y negar luego su resurrección y las señales milagrosas sucedidas, como también el cumplimiento de las profecías en la destrucción de Jerusalén. Pero si su ceguera fue grande al no reconocer las señales de la venida del Mesías, mayor es su obstinación después que obró milagros y escucharon su predicación. Si su obstinación no fuese tan grandementeextraordinaria, ¿cómo podría esta ceguera continuar hasta nuestros días?

Cuando voy por las calles de la presente Jerusalén para hacer el Via Crucis veo a menudo, debajo de un ruinoso edificio, una gran arcada en parte derruida y en, parte con agua que entró. El agua llega, al presente, hasta la tabla de la mesa, del medio de la cual se levanta una columna, en torno de la que cuelgan cajas llenas de rollos escritos. Debajo de la mesa hay también rollos dentro del agua. Estos subterráneos deben ser sepulcros: se extienden hasta el monte Calvario. Creo que es la casa que habitó Pilatos. Ese tesoro de escritos será a su tiempo descubierto.

He visto a la Santísima Virgen en el Templo, unas veces en la habitación de las mujeres con las demás niñas, otras veces en su pequeño dormitorio, creciendo en medio del estudio, de la oración y del trabajo, mientras hilaba y tejía para el servicio del Templo. María lavaba la ropa y limpiaba los vasos sagrados. Como todos los santos, sólo comía para el propio sustento, sin probar jamás otros alimentos que aquéllos a los que había prometido limitarse. Pude verla a menudo entregada a la oración y a la meditación. Además de las oraciones vocales prescritas en el Templo, la vida de María era una aspiración incesante hacia la redención, una plegaria interior continua. Hacía todo esto con gran serenidad y en secreto, levantándose de su lecho e invocando al Señor cuando todos dormían. A veces la vi llorando, resplandeciente, durante la oración. María rezaba con el rostro velado. También se cubría cuando hablaba con los sacerdotes o bajaba a una habitación vecina para recibir su trabajo o entregar el que había terminado. En tres lados del Templo estaban estas habitaciones, que parecían semejantes a nuestras sacristías. Se guardaban en ellas los objetos que las mujeres encargadas debían cuidar o confeccionar.
He visto a María en estado de éxtasis continuo y de oración interior. Su alma no parecía hallarse en la tierra y recibía a menudo consuelos celestiales. Suspiraba continuamente por el cumplimiento de la promesa y en su humildad apenas podía formular el deseo de ser la última entre las criadas de la Madre del Redentor. La maestra que la cuidaba era Noemí, hermana de la madre de Lázaro. Tenía cincuenta años y pertenecía a la sociedad de los esenios, así como las mujeres agregadas al servicio del Templo. María aprendió a trabajar a su lado, acompañándola cuando limpiaba las ropas y los vasos manchados con la sangre de los sacrificios; repartía y preparaba porciones de carne de las víctimas reservadas para los sacerdotes y las mujeres. Más tarde se ocupó con mayor actividad de los quehaceres domésticos. Cuando Zacarías se hallaba en el Templo, de turno, la visitaba a menudo; Simeón también la conocía. Los destinos para los cuales estaba llamada María no podían ser completamente desconocidos por los sacerdotes. Su manera de ser, su porte, su gracia infinita, su sabiduría extraordinaria, eran tan notables que ni aún su extrema humildad lograba ocultar.

lunes, 21 de enero de 2013

Presentación de la Niña María en el Templo XXI

Esta mañana fueron al Templo: Zacarías, Joaquín y otros hombres. Más tarde fue llevada María por su madre en medio de un acompañamiento solemne. Ana y su hija María Helí, con la pequeña María Cleofás, marchaban delante; iba luego la santa niña María con su vestidito y su manto azul celeste, los brazos y el cuello adornados con guirnaldas: llevaba en la mano un cirio ceñido de flores. A su lado caminaban tres niñitas con cirios semejantes. Tenían vestidos blancos, bordados de oro y peplos celestes, como María, y estaban rodeadas de guirnaldas de flores; llevaban otras pequeñas guirnaldas alrededor del cuello y de los brazos. Iban en seguida las otras jóvenes y niñas vestidas de fiesta, aunque no uniformemente. Todas llevaban pequeños mantos. Cerraban el cortejo las demás mujeres.

Como no se podía ir en línea recta desde la posada al Templo, tuvieron que dar una vuelta pasando por varias calles. Todo el mundo se admiraba de ver el hermoso cortejo y en las puertas de varias casas rendían honores. En María se notaba algo de santo y de conmovedor. A la llegada de la comitiva he visto a varios servidores del Templo empeñados en abrir con grande esfuerzo una puerta muy alta y muy pesada, que brillaba como oro y que tenía grabadas varias figuras: cabezas, racimos de uvas y gavillas de trigo. Era la Puerta Dorada. La comitiva entró por esa puerta. Para llegar a ella era preciso subir cincuenta escalones; creo que había entre ellos algunos descansos. Quisieron llevar a María de la mano; pero ella no lo permitió: subió los escalones rápidamente, sin tropiezos, llena de alegre entusiasmo. Todos se hallaban profundamente conmovidos.

Bajo la Puerta Dorada fue recibida María por Zacarías, Joaquín y algunos sacerdotes que la llevaron hacia la derecha, bajo la amplia arcada de la puerta, a las altas salas donde se había preparado una comida en honor dealguien. Aquí se separaron las personas de la comitiva. La mayoría de las mujeres y de las niñas se dirigieron al sitio del Templo que les estaba reservado para orar. Joaquín y Zacarías fueron al lugar del sacrificio. Los sacerdotes hicieron todavía algunas preguntas a María en una sala y cuando se hubieron retirado, asombrados de la sabiduría de la niña, Ana vistió a su hija con el tercer traje de fiesta, que era de color azul violáceo y le puso elmanto, el velo y la corona ya descritos por mí al relatar la ceremonia que tuvo lugar en la casa de Ana. 

Entre tanto Joaquín había ido al sacrificio con los sacerdotes. Luego de recibir un poco de fuego tomado de un lugar determinado, se colocó entre dos sacerdotes cerca del altar. Estoy demasiada enferma y distraída para dar la explicación del sacrificio en el orden necesario. Recuerdo lo siguiente: no se podía llegar al altar más que por tres lados. Los trozos preparados para el holocausto no estaban todos en el mismo lugar, sino puestos alrededor, en distintos sitios. En los cuatro extremos del altar había cuatro columnas de metal, huecas, sobre las cuales descansaban cosas que parecían caños de chimenea. Eran anchos embudos de cobre terminados en tubos en forma de cuernos, de modo que el humo podía salir pasando por sobre la cabeza de los sacerdotes que ofrecían el sacrificio.

Mientras se consumía sobre el altar la ofrenda de Joaquín, Ana fue con María y las jóvenes que la acompañaban, al vestíbulo reservado a las mujeres. Este lugar estaba separado del altar del sacrificio por un muro que terminaba en lo alto en una reja. En medio de este muro había una puerta. El atrio de las mujeres, a partir del muro de separación, iba subiendo de manera que por lo menos las que se hallaban más alejadas podían ver hasta cierto punto el altar del sacrificio. Cuando la puerta del muro estaba abierta, algunas mujeres podían ver el altar.
María y las otras jóvenes se hallaban de pie, delante de Ana, y las demás parientas estaban a poca distancia de la puerta. En sitio aparte había un grupo de niños del Templo, vestidos de blanco, que tañían flautas y arpas. Después del sacrificio se preparó bajo la puerta de separación un altar portátil cubierto, con algunos escalones para subir. Zacarías y Joaquín fueron con un sacerdote desde el patio hasta este altar, delante del cual estaba otro sacerdote y dos levitas con rollos y todo lo necesario para escribir. Un poco atrás se hallaban las doncellas que habían acompañado a María. María se arrodilló sobre los escalones; Joaquín y Ana extendieron las manos sobre su cabeza. El sacerdote cortó un poco de sus cabellos, quemándolos luego sobre un brasero. Los padres pronunciaron algunas palabras, ofreciendo a su hija, y los levitas las escribieron.

Entretanto las niñas cantaban el salmo "Eructavit cor meum verbum bonum" y los sacerdotes el salmo "Deus deorum Dominus locutus est" mientras los niños tocaban sus instrumentos. Observé entonces que dos sacerdotes tomaron a María de la mano y la llevaron por unos escalones hacia un lugar elevado del muro, que separaba el vestíbulo del Santuario. Colocaron a la niña en una especie de nicho en el centro de aquel muro, de manera que ella pudiera ver el sitio donde se hallaban, puestos en fila, varios hombres que me parecieron consagrados al Templo. Dos sacerdotes estaban a su lado; había otros dos en los escalones, recitando en alta voz oraciones escritas en rollos.

Del otro lado del muro se hallaba de pie un anciano príncipe de los sacerdotes, cerca del altar, en un sitio bastante elevado que permitía vérsele el busto. Yo lo vi presentando el incienso, cuyo humo se esparció alrededor de María. Durante esta ceremonia vi en torno de María un cuadro simbólico que pronto llenó el Templo y lo oscureció. Vi una gloria luminosa debajo del corazón de María y comprendí que ella encerraba la promesa de la sacrosanta bendición de Dios. Esta gloria aparecía rodeada por el arca de Noé, de manera que la cabeza de María se alzaba por encima y el arca tomaba a su vez la forma del Arca de la Alianza, viendo luego a ésta corno encerrada en el Templo.

Luego vi que todas estas formas desaparecían mientras el cáliz de la santa Cena se mostraba fuera de la gloria, delante del pecho de María, y más arriba, ante la boca de la Virgen, aparecía un pan marcado con una cruz. A los lados brillaban rayos de cuyas extremidades surgían figuras con símbolos místicos de la Santísima Virgen, como todos los nombres de las Letanías que le dirige la Iglesia. Subían, cruzándose desde sus hombros, dos ramas de olivo y de ciprés, o de cedro y de ciprés, por encima de una hermosa palmera junto con un pequeño ramo que vi aparecer detrás de ella. En los espacios de las ramas pude ver todos los instrumentos de la pasión de Jesucristo. El Espíritu Santo, representado por una figura alada que parecía más forma humana que paloma, se hallaba suspendidosobre el cuadro, por encima del cual vi el cielo abierto, el centro de la celestial Jerusalén, la ciudad de Dios, con todos sus palacios, jardines y lugares de los futuros santos. Todo estaba lleno de ángeles, y la gloria, que ahora rodeaba a la Virgen Santísima, lo estaba con cabezas de estos espíritus. ¡Ah, quién pudiera describir estas cosas con palabras humanas!... 

Se veía todo bajo formas tan diversas y tan multiformes, derivando unas de las otras en tan continuada transformación, que he olvidado la mayor parte de ellas. Todo lo que se relaciona con la Santísima Virgen en la antigua y en la nueva Alianza y hasta en la eternidad, se hallaba allí representado. Sólo puedo comparar esta visión a otra menor que tuve hace poco, en la cual vi en toda su magnificencia el significado del santo Rosario. Muchas personas, que se creen sabias, comprenden esto menos que los pobres y humildes que lo recitan con simplicidad, pues éstos acrecientan el esplendor con su obediencia, su piedad y su sencilla confianza en la Iglesia, que recomienda esta oración. Cuando vi todo esto, las bellezas y magnificencias del Templo, con los muros elegantemente adornados, me parecían opacos y ennegrecidos detrás de la Virgen Santísima. El Templo mismo parecía esfumarse y desaparecer: sólo María y la gloria que la rodeaba lo llenaba todo.

Mientras estas visiones pasaban delante de mis ojos, dejé de ver a la Virgen Santísima bajo forma de niña: me pareció entonces grande y como suspendida en el aire. Con todo veía también, a través de María, a los sacerdotes, al sacrificio del incienso y a todo lo demás de la ceremonia. Parecía que el sacerdote estaba detrás de ella, anunciando el porvenir e invitando al pueblo a agradecer y a orar a Dios, porque de esta niña habría de salir algo muy grandioso. Todos los que estaban en el Templo, aunque no veían lo que yo veía, estaban recogidos y profundamente conmovidos. Este cuadro se desvaneció gradualmente de la misma manera que lo había visto aparecer. Al fin sólo quedó la gloria bajo el corazón de María y la bendición de la promesa brillando en su interior. Luego desapareció también y sólo vi a la niña María adornada entre los sacerdotes.

Los sacerdotes tomaron las guirnaldas que estaban alrededor de sus brazos y la antorcha que llevaba en la mano, y se las dieron a las compañeras. Le pusieron en la cabeza un velo pardo y la hicieron descender las gradas, llevándola a una sala vecina, donde seis vírgenes del Templo, de mayor edad, salieron a su encuentro arrojando flores ante ella. Detrás iban sus maestras, Noemí, hermana de la madre de Lázaro, la profetisa Ana y otra mujer. Los sacerdotes recibieron a la pequeña María, retirándose luego.

Los padres de la Niña, así como sus parientes más cercanos, se encontraban allí. Una vez terminados los cantos sagrados, despidióse María de sus padres. Joaquín, que estaba profundamente conmovido, tomó a María entre sus brazos y apretándola contra su corazón, dijo en medio de las lágrimas: "Acuérdate de mi alma ante Dios". María se dirigió luego con las maestras y varias otras jóvenes a las habitaciones de las mujeres, al Norte del Templo. Estas habitaban salas abiertas en los espesos muros del Templo y podían, a través de pasajes y escaleras, subir a los pequeños oratorios colocados cerca del Santuario y del Santo de los Santos. Los deudos de María volvieron a la sala contigua a la Puerta Dorada, donde antes se habían detenido quedándose a comer en compañía de los sacerdotes. Las mujeres comían en sala aparte.

He olvidado, entre otras muchas cosas, por qué la fiesta había sido tan brillante y solemne. Sin embargo, sé que fue a consecuencia de una revelación de la voluntad de Dios. Los padres de María eran personas de condición acomodada y si vivían pobremente era por espíritu de mortificación y para poder dar más limosnas a los pobres. Así es cómo Ana, no sé por cuánto tiempo, sólo comió alimentos fríos. A pesar de esto trataban a la servidumbre con generosidad y la dotaban. He visto a muchas personas orando en el Templo. Otras habían seguido a la comitiva hasta la puerta misma.

Algunos de los presentes debieron tener cierto presentimiento de los destinos de la Niña, pues recuerdo unas palabras que Santa Ana en un momento de entusiasmo jubiloso dirigió a las mujeres, cuyo sentido era: "He aquí el Arca de la Alianza, el vaso de la Promesa, que entra ahora en el Templo". Los padres de María y demás parientes regresaron hoy a Bet-Horon.