martes, 2 de abril de 2013

XXXVI José de Arimatea pide a Pilatos el cuerpo de Jesús

Apenas se restableció un poco la tranquilidad en la ciudad, el gran consejo de los judíos pidió a Pilatos que mandara romper las piernas a los crucificados, para que no estuvieran en la cruz el sábado. Pilatos dio las órdenes necesarias. En seguida José de Arimatea vino a verle; pues con Nicodemus habían formado el proyecto de enterrar a Jesús en un sepulcro nuevo, que había hecho construir a poca distancia del Calvario. Habló a Pilatos, pidiéndole el cuerpo de Jesús. Pilatos se extrañó que un hombre tan honorable pidiese con tanta instancia el permiso de rendir los últimos honores al que había hecho morir tan ignominiosamente. Hizo llamar al centurión Abenadar, vuelto ya después de haber conversado con los discípulos y le preguntó si el Rey de los judíos había expirado. Abenadar le contó la muerte del Salvador, sus últimas palabras, el temblor de tierra y la roca abierta por el terremoto. Pilatos pareció extrañar sólo que Jesús hubiera muerto tan pronto, porque ordinariamente los crucificados vivían más tiempo; pero interiormente estaba lleno de angustia y de terror por la coincidencia de esas señales con la muerte de Jesús. Quizá quiso en algo reparar su crueldad dando a José de Arimatea el permiso de tomar el cuerpo de Jesús. También tuvo la mira de dar un desaire a los sacerdotes, que hubiesen visto gustosos a Jesús enterrado ignominiosamente entre dos ladrones. Envió un agente al Calvario para ejecutar sus órdenes, que fue Abenadar. Le vi asistir al descendimiento de la Cruz. 
XXXVII Abertura del costado de Jesús 
Milagro de la vista de Casio 

Mientras tanto el silencio y el duelo reinaban sobre el Gólgota. El pueblo atemorizado se había dispersado; María, Juan, Magdalena, María hija de Cleofás y Salomé, estaban de pie o sentadas en frente de la Cruz, la cabeza cubierta y llorando. Se notaban algunos soldados recostados sobre el terraplén que rodeaba la llanura; Casio, a caballo, iba de un lado a otro. El cielo estaba oscuro y la naturaleza parecía enlutada.

Pronto llegaron seis alguaciles con escalas, azadas, cuerdas y barras de hierro para romper las piernas a los crucificados. Cuando se acercaron a la Cruz, los amigos de Jesús se apartaron un poco y la Virgen Santísima temía que ultrajasen aún el cuerpo de su Hijo. Aplicaron las escalas a la Cruz para asegurarse de que Jesús estaba muerto. Habiendo visto que el cuerpo estaba frío y rígido lo dejaron y subieron a las cruces de los ladrones. Dos alguaciles les quebraron los brazos por encima y por debajo de los codos con sus martillos. Gesmas daba gritos horribles y le pegaron tres golpes sobre el pecho para acabarlo de matar. Dimas lanzó un gemido y expiró, siendo el primero de los mortales que volvió a ver a su Redentor.

Los verdugos dudaban todavía de la muerte de Jesús. El modo horrible como habían fracturado los miembros de los ladrones hacía temblar a las santas mujeres por el cuerpo del Salvador. Mas el subalterno Casio, hombre de veinticinco años, cuyos ojos bizcos excitaban la befa de sus compañeros, tuvo una inspiración súbita. La ferocidad bárbara de los verdugos, la angustia de las santas mujeres y el ardor grande que excitó en él la Divina gracia, le hicieron cumplir una profecía. Empuñó la lanza y dirigiendo su caballo hacia la elevación donde estaba la Cruz, se puso entre la del buen ladrón y la de Jesús. Tomó su lanza con las dos manos y la clavó con tanta fuerza en el costado derecho del Señor, que la punta atravesó el corazón, un poco más abajo del pulmón izquierdo. Cuando la retiró salió de la herida una cantidad de sangre y agua que llenó su cara, que fue para él baño de salvación y de gracia. Se apeó y de rodillas, en tierra, se dio golpes de pecho, confesando a Jesús en alta voz. La Virgen Santísima y sus amigas, cuyos ojos estaban siempre fijos en Jesús, vieron con inquietud la acción de ese hombre y se precipitaron hacia la Cruz dando gritos. María cayó en los brazos de las santas mujeres, como si la lanza hubiese atravesado su propio corazón, mientras Casio, de rodillas, alababa a Dios; pues los ojos de su cuerpo y de su alma se habían curado y abierto a la luz.

Todos estaban conmovidos profundamente a la vista de la sangre del Salvador, que había caído en un hoyo de la peña, al pie de la Cruz. Casio, María, las santas mujeres y Juan recogieron la sangre y el agua en frascos y limpiaron el suelo con paños. Casio, que había recobrado toda la plenitud de su vista, estaba en una humilde contemplación. Los soldados, sorprendidos del milagro que había obrado en él, se hincaron de rodillas, dándose golpes de pecho y confesaron a Jesús. Casio, bautizado con el nombre de Longinos, predicó la fe como diácono y llevó siempre sangre de Jesús sorbe sí. Esta se había secado y se halló en su sepulcro, en Italia, en una ciudad a poca distancia del sitio donde vivió Santa Clara. Hay un lago con una isla cerca de esta ciudad. El cuerpo de Longinos debe haber sido transportado a ella. Los alguaciles que, mientras tanto, habían recibido orden de Pilatos de no tocar el cuerpo de Jesús, no volvieron.