miércoles, 27 de marzo de 2013

Jesús con la Cruz camino al Calvario

XIX Jesús con la Cruz a cuestas
Cuando Pilatos salió del tribunal, una parte de los soldados le siguió, y se formó delante del palacio; una pequeña escolta se quedó con los condenados. Veintiocho fariseos armados, entre los cuales estaban los seis enemigos de Jesús que habían estado presentes en su arresto en el Huerto de Los Olivos, vinieron a caballo para acompañar al suplicio a Nuestro Redentor. Los alguaciles lo condujeron al medio de la plaza, donde vinieron esclavos a echar la Cruz a sus pies. Los dos brazos estaban provisionalmente atados a la pieza principal con cuerdas. Jesús se arrodilló cerca de ella, la abrazó y la besó tres veces, dirigiendo a su Padre acciones de gracias por la Redención del género humano. Como los sacerdotes paganos abrazaban un nuevo altar, así Nuestro Salvador abrazaba su Cruz.

Los solados colocaron con gran esfuerzo sobre el hombro derecho la carga pesada de la Cruz, con mucho dolor para Jesús. Vi ángeles invisibles ayudarle, pues sino, no hubiera podido levantarla. Mientras Jesús oraba, pusieron sobre el pescuezo a los dos ladrones las piezas traveseras de sus cruces, atándoles las manos a ellas; las grandes piezas las llevaban los esclavos. La trompeta de la caballería de Pilatos tocó; uno de los fariseos a caballo se acercó a Jesús, arrodillado bajo su carga y le dijo: "Ahora se acabaron las bellas palabras, ¡arriba!". Lo levantaron con violencia y sintió asentarse sobre sus hombros todo el peso que nosotros deberemos llevar después de Él, según sus santas palabras; y entonces comenzó la marcha triunfal del Rey de Reyes, tan ignominiosa sobre la tierra y tan gloriosa en el cielo.

Habían atado dos cuerdas a la punta trasera del árbol de la cruz que debía arrastras por el suelo, pero dos soldados a caballo la mantenían en el aire; otros cuatro tenían cuerdas atadas a la cintura de Jesús. El Salvador, temblaba bajo su peso, me recordó a Isaac, llevando a la montaña la leña para su sacrificio. La trompeta de Pilatos dio la señal de marcha, porque el gobernador en persona quería ponerse a la cabeza de un destacamento para impedir todo movimiento tumultuoso. Iba a caballo con sus armaduras, rodeado de sus oficiales y de la tropa de caballería. Detrás venía un cuerpo de trescientos hombres de infantería, todos de la frontera de Italia y de Suiza. Delante se veía una trompeta que tocaba en todas las esquinas y proclamaba la sentencia. A pocos pasos seguía una multitud de hombres y de chiquillos, que traían cordeles, clavos, cuñas y cestas que contenían diferentes objetos; otros, más robustos, traían los palos, las escaleras y las piezas principales de las cruces de los dos ladrones. Detrás se veían algunos fariseos a caballo y un joven que llevaba sobre el pecho la inscripción que Pilatos había ordenado escribir para la Cruz. Este llevaban también en la punta de un palo la corona de espinas de Jesús, que no habían querido dejarle sobre la cabeza mientras cargaba la Cruz. Este joven no parecía tan malvado como el resto.

Al final venía Nuestro Señor, los pies desnudos y ensangrentados, abrumado bajo el peso de la Cruz, temblando, lleno de llagas y heridas, debilitado por la pérdida de la sangre y por no haber comido ni bebido nada desde la víspera, devorado de calentura y de sed y asaeteado por dolores infinitos. Con la mano derecha sostenía la Cruz sobre su hombro derecho; con su mano izquierda, exhausta, hacía de cuando en cuando esfuerzos para levantarse su larga túnica, con la que tropezaban sus pies heridos. Cuatro soldados tenían a grande distancia la punta de los cordeles atados a la cintura; los dos de delante le tiraban; los dos que seguían le empujaban, de suerte que no podía asegurar su paso. Sus manos estaban heridas por las cuerdas con las que se las habían atado; su cara estaba ensangrentada e hinchada; su barba y sus cabellos manchados de sangre; el peso de la Cruz y las cadenas apretaban contra su Cuerpo la túnica de lana, que se pegaba a sus llagas y las abría. A su derredor no había más que irrisión y crueldad; mas su boca rezaba y sus ojos perdonaban.

Detrás de Jesús iban los dos ladrones, llevados también por cuerdas, con los brazos atados a los travesaños de sus cruces separados del pie. No tenían más vestidos que un largo delantal; la parte superior del cuerpo la llevaban cubierta con una especie de escapulario sin mangas abierto por ambos lados y en la cabeza un gorro de paja. El buen ladrón estaba tranquilo mientras que el otro no cesaba de protestar y quejarse.

La mitad de los fariseos a caballo cerraba la marcha; algunos de ellos corrían acá y allá para mantener el orden. A una distancia bastante grande venía la escolta de Pilatos: el gobernador romano tenía su uniforme de batalla; en medio de sus oficiales, precedido de un escuadrón de caballería, y seguido de trescientos infantes, atravesó la plaza y entró en una calle bastante ancha. Se movían por la ciudad para prevenir una insurrección popular. Jesús fue conducido por una calle estrecha, dando un rodeo, para no estorbar a la gente que iba al Templo ni a la tropa de Pilatos. La mayor parte del pueblo se había dispersado, después de haber condenado a Jesús. Una gran parte de los judíos se fueron a sus casas o al Templo a fin de terminar los preparativos para el sacrificio del cordero pascual; sin embargo, la multitud era todavía numerosa y se precipitaban desordenadamente para ver pasar la triste procesión. La escolta romana impedía que se acercasen excesivamente, así que los curiosos tenían que dar la vuelta por otras calles transversales y correr delante de ellos para verles pasar. Casi todos ellos llegaron antes que Jesús al Calvario.

La calle por donde pasaba Jesús era muy estrecha y muy sucia; tuvo mucho que sufrir pasando por ella, porque los esclavos lo atormentaban tirando de las cuerdas; el pueblo lo injuriaba desde las ventanas, los esclavos le tiraban lodo e inmundicias y hasta los niños traían piedras en sus vestidos para tirárselas o echarlas bajo los pies del Salvador.
XX Primera caída de Jesús bajo la Cruz 
La calle, poco antes de su fin, tuerce a la izquierda, se ensancha y sube; por ella pasa un acueducto subterráneo, que viene del monte de Sión. Antes de la subida hay un hoyo, que tiene con frecuencia agua y lodo cuando llueve, por cuya razón han puesto una piedra grande para facilitar el paso. Cuando llegó Jesús a este sitio, ya no podía andar; como los solados tiraban de Él y lo empujaban sin misericordia, cayó a lo largo contra esa piedra y la Cruz cayó a su lado. Los verdugos se detuvieron, llenándolo de imprecaciones y pegándole; en vano Jesús tendía la mano para que le ayudasen, exclamando: "¡Ah, presto se acabará todo!", y rogó por sus verdugos; mas los fariseos gritaron: "¡Levantadlo, si no morirá en nuestras manos!". A los dos lados del camino había mujeres llorando y niños asustados. Sostenido por un socorro sobrenatural, Jesús levantó la cabeza y aquellos hombres atroces, en lugar de aliviar sus tormentos, le pusieron la corona de espinas. Habiéndolo levantado, le cargaron la Cruz nuevamente sobre los hombros, y a causa de la corona hubo de ladear la cabeza, con dolores infinitos, para poder colocar sobre su hombro el peso de la Cruz con que estaba cargado y así continuó su camino, cada vez más duro. 
XXI Jesús encuentra a su Santísima Madre – Segunda caída 

La dolorosa Madre de Jesús había salido de la plaza después de pronunciada la sentencia inicua, acompañada de Juan y de algunas mujeres, había recorrido muchos sitios santificados por los padecimientos de Jesús; pero cuando el sonido de la trompeta, el ruido del pueblo y la escolta de Pilatos anunciaron la marcha hasta el Calvario, no pudo resistir al deseo de ver todavía a su Divino Hijo, y pidió a Juan que la condujese a uno de los sitios por donde Jesús debía pasar: se fueron a un palacio, cuya puerta daba a la calle, donde entró la escolta después de la primera caída de Jesús; era, si no me equivoco, la residencia del Sumo Pontífice Caifás, cuyo Tribunal está en la llanura de Sión. Juan obtuvo de un criado o portero compasivo el permiso de ponerse en la puerta con María y los que la acompañaban: José de Arimatea, Susana, Juana Chusa y salomé de Jerusalén.

La Madre de Dios estaba pálida y con los ojos enrojecidos de tanto llorar y cubierta enteramente de una capa gris parda azulada. Se oía ya el ruido que se acercaba, el sonido de la trompeta y la voz del pregonero, publicando la sentencia en las esquinas. El criado abrió la puerta, el ruido era cada vez más fuerte y espantoso. María se arrodilló y oró fervientemente; luego dijo a Juan volviéndose: "¿Me quedo? ¿Debo irme? ¿Cómo podré soportar este espectáculo?" Juan le respondió: "Si no te quedas a verlo pasar luego lamentarás no haberlo hecho". Al fin salieron a la puerta con los ojos fijos en la procesión que aún estaba distante, pero que avanzaba poco a poco. La gente no se ponía delante sino detrás y a los lados. La escolta estaba a ochenta pasos. Cuando los que llevaban los instrumentos de suplicio se acercaron con aire insolente y triunfante, la Madre de Jesús se puso a temblar y a gemir, juntando las manos, y uno de esos hombres preguntó: "¿Quién es esa mujer que se lamenta?" y otro respondió: "Es la Madre del Galileo". Los miserables al oír tales palabras, llenaron de injurias a esta dolorosa Madre, la señalaban con el dedo y uno de ellos tomó en sus manos los clavos con que debían clavar a Jesús en la Cruz y se los presentó a la Virgen en tono de burla. Pero María miraba a Jesús que se acercaba y se agarró al pilar de la puerta para no caerse, pálida como un cadáver, con los labios azules. Los fariseos pasaron a caballo, después el niño que llevaba la inscripción, detrás su Santísimo Hijo Jesús, temblando, doblado bajo la pesada carga de la Cruz, inclinando sobre su hombro la cabeza coronada de espinas. Echó sobre su Madre una mirada de compasión y habiendo tropezado cayó por segunda vez sobre sus rodillas y sobre sus manos.

María, en medio de la violencia de su dolor, no vio ni soldados ni verdugos; no vio más que a su querido Hijo; se precipitó desde la puerta de la casa en medio de los soldados que maltrataban a Jesús, cayó de rodillas a su lado y se abrazó a Él. Yo oí estas palabras: "¡Hijo mío!" y "¡Madre mía!". Pero no sé si realmente fueron pronunciadas, o sólo las oí en mi pensamiento. Hubo un momento de desorden y confusión: Juan y las santas mujeres querían levantar a María. Los alguaciles la injuriaban; uno de ellos le dijo: "Mujer, ¿qué vienes a hacer aquí? Si lo hubieras educado mejor, no estaría ahora en nuestras manos". Algunos soldados sin embargo tuvieron compasión y, aunque se vieron obligados a separar a la Santísima Virgen, ninguno le puso las manos encima.

Juan y las santas mujeres la rodearon y condujeron atrás a la misma puerta, donde la vi caer sobre sus rodillas y dejar en la piedra angular la impresión de sus manos. Esta piedra, que era muy dura, fue transportada a la primera Iglesia Católica, cerca de la piscina de Betseda, en el episcopado de Santiago el Menor. Los discípulos se llevaron a la Madre de Jesús al interior de la casa y cerraron la puerta. Mientras tanto, los alguaciles levantaron a Jesús y habiéndole acomodado de otro modo la Cruz sobre sus hombros. Los brazos de la Cruz se habían desatado, uno de ellos había resbalado y era con la que Jesús había tropezado. Jesús llevaba la Cruz ahora de tal modo que, por detrás, todo el peso de la Cruz arrastraba por el suelo. Yo vi acá y allá, en medio de la multitud que seguía la comitiva profiriendo maldiciones e injurias; a lagunas mujeres con velos y derramando lágrimas. Le empujaron a Jesús con mucha crueldad para que siguiese adelante. 
XXII Simón Cirineo – Tercera caída de Jesús 

Recorrieron un tramo más de cale y llegaron a la cuesta de una muralla vieja interior de la ciudad. Delante de ella hay una plaza abierta, de donde salen tres calles. En esa plaza, Jesús, al pasar sobre una piedra gruesa, tropezó y cayó; la Cruz se deslizó de su hombro, quedó a su lado y ya no se pudo levantar. Algunas personas bien vestidas que pasaban para ir al Templo, exclamaron llenas de compasión: "¡Ah, mira este pobre hombre, está agonizando!". Pero sus enemigos no tenían piedad de Él. Esto causó un tumulto y retraso; no podían poner a Jesús en pie y los fariseos dijeron a los soldados: "No llegará vivo si no buscáis a un hombre que le ayude a llevar la Cruz". Vieron a poca distancia un pagano, llamado Simón el Cirineo, acompañado de sus tres hijos, que llevaba debajo del brazo un haz de ramas menudas, pues era jardinero y venía de trabajar en los jardines situados cerca de la muralla oriental de la ciudad. Estaba atrapado en medio de la multitud y los soldados, habiendo reconocido por su vestido que era un pagano y un obrero de la clase inferior, lo agarraron y le mandaron que ayudara al Galileo a llevar su Cruz. Primero rehusó, pero tuvo que ceder a la fuerza. Sus hijos lloraban y gritaban y algunas mujeres que los conocían, se hicieron cargo de ellos.

Simón sentía mucho disgusto y vejación por tener que caminar junto a un hombre en tan deplorable estado como en el que se hallaba Jesús: sucio, herido y su ropa toda llena de lodo. Mas Jesús lloraba y le miraba con ternura, de modo que Simón se sintió conmovido. Le ayudó a levantarse y al instante los alguaciles ataron sobre sus hombros uno de los brazos de la Cruz. Él seguía a Jesús detrás, que se sentía aliviado de su carga. Se pusieron otra vez en marcha. Simón era un hombre robusto, de cuarenta años; sus hijos llevaban vestidos de color rojo. Dos eran ya crecidos, se llamaban Rufo y Alejandro: se reunieron después a los discípulos de Jesús. El tercero era más pequeño y lo he visto viviendo con San Esteban, aún niño. Simón no llevó mucho tiempo la Cruz sin sentirse penetrado de compasión y profundamente tocado por la gracia.