jueves, 28 de marzo de 2013

XXIII La Verónica y el Sudario

La escolta entró en una calle larga que torcía un poco a la izquierda, y que estaba cortada por otras transversales. Muchas personas bien vestidas se dirigían al templo; pero algunas se retiraban a la vista de Jesús, por el temor farisáico de contaminarse; otras mostraban alguna compasión de sus sufrimientos. Habían andado unos doscientos pasos desde que Simón ayudaba a Jesús a llevar la Cruz, cuando una mujer de elevada estatura y de aspecto majestuoso, llevando de la mano a una niña, salió de una bella casa situada a la izquierda y se puso a caminar delante de la procesión. Era Serafia, mujer de Sirac, miembro del Consejo del Templo, quien desde ese instante la conocieron por Verónica, de Vera e Icon (verdadero retrato), a causa de lo que hizo en ese día.

Serafia había preparado en su casa un excelente vino aromatizado, con la piadosa intención de dárselo a beber al Señor para refescarlo en su camino de dolor. Cuando la vi por vez primera iba envuelta en un largo velo llevando de la mano a una niña de nueve años que había adoptado y del otro brazo le colgaba un lienzo; la niña escondía, al acercarse la escolta, el vaso lleno de vino. Los que iban delante quisieron apartarla, mas ella se abrió paso en medio de la multitud, de los soldados y de los alguaciles y llegando hasta Jesús, se arrodilló, y le presentó el lienzo extendido diciendo: "Permitidme que limpie la cara de mi Señor". El Señor tomó el paño con su mano izquierda, enjugó con él su cara ensangrentada y se lo devolvió, dándole las gracias. Serafia, después de haberlo besado, lo metió debajo de su capa y se levantó. La niña levantó tímidamente el vaso de vino hacia Jesús, pero los soldados no permitieron que bebiera. La osadía de la Verónica y su prontitud en esta acción había sorprendido a los soldados y excitado un movimiento en la multitud, por lo que se paró la escolta como unos dos minutos.

Verónica había podido presentarle el sudario a Jesús. Los fariseos y los alguaciles, irritados de esta parada, y sobre todo, de este homenaje público, rendido al Salvador, pegaron y maltrataron a Jesús, mientras Verónica entraba corriendo en su casa. Apenas había penetrado en su cuarto, extendió el sudario sobre la mesa que tenía delante y cayó de rodillas casi sin conocimiento. La niña se arrodilló a su lado llorando. Una conocida que venía a verla la halló así al lado del lienzo extendido, donde la cara ensangrentada de Jesús estaba estampada de un modo maravilloso. Se sorprendió con este milagro, e hizo volver en sí a Verónica mostrándole el sudario delante del cual ella se arrodilló, llorando y diciendo: "Ahora puedo morir feliz, pues el Señor me ha dado un recuerdo de Sí mismo". Este sudario era de lana fina, tres veces más largo que ancho y se llevaba habitualmente alrededor del cuello: era costumbre ir con un sudario semejante a socorrer a los afligidos o enfermos, o a limpiarles la cara en señal de dolor o de compasión. Verónica guardó siempre el sudario en la cabecera de su cama. Después de su muerte fue para la Virgen, y después para la Iglesia por intermedio de los Apóstoles.