domingo, 24 de marzo de 2013

XIII Jesús ante Herodes

El Tetrarca Herodes tenía su palacio situado al norte de la plaza, en la parte nueva de la ciudad, no lejos del de Pilatos. Una escolta de soldados romanos se había juntado a la de los judíos, y los enemigos de Jesús, furiosos por los paseos que les hacían dar, no cesaban de ultrajar al Salvador y de maltratarlo. Herodes, habiendo recibido el aviso de Pilatos, estaba esperando en una sala grande, sentado sobre almohadas que formaban una especie de trono. Los príncipes de los sacerdotes entraron y se pusieron a los lados, Jesús se quedó en la puerta. Herodes estuvo muy satisfecho al ver que Pilatos le reconocía, en presencia de los sacerdotes judíos, el derecho de juzgar a un Galileo. También se alegraba viendo delante de su tribunal, en estado de abatimiento, a ese Jesús que nunca se había dignado presentársele. Había recibido tantas relaciones acerca de Él, de parte de los herodianos y de todos sus espías, que su curiosidad estaba excitada.

Cuando Herodes vio a Jesús tan desfigurado, cubierto de golpes, la cara ensangrentada, su vestido manchado, aquel príncipe voluptuoso y sin energía sintió una compasión mezclada de disgusto. Profirió el nombre de Dios, volvió la cara con repugnancia, y dijo a los sacerdotes: "Llevadlo, limpiadlo; ¿cómo podéis traer a mi presencia un hombre tan lleno de heridas?". Los alguaciles llevaron a Jesús al vestíbulo, trajeron agua y lo limpiaron, sin cesar de maltratarlo. Herodes reprendió a los sacerdotes por su crueldad; parecía que quería imitar la conducta de Pilatos, pues también les dijo: "Ya se ve que ha caído entre las manos de los carniceros; comenzáis las inmolaciones antes de tiempo". Los príncipes de los sacerdotes reproducían con empeño sus quejas y sus acusaciones. 

Herodes, con énfasis y largamente, repitió a Jesús todo lo que sabía de Él, le hizo muchas preguntas y le pidió que hiciera un prodigio. Jesús no respondía una palabra, y estaba delante de él con los ojos bajos, lo que irritó a Herodes. Me fue explicado que Jesús no habló, por estar Herodes excomulgado, a causa de su casamiento adúltero con Herodías y de la muerte de Juan Bautista. 

Anás y Caifás se aprovecharon del enfado que le causaba el silencio de Jesús, y comenzaron otra vez sus acusaciones: añadieron que había llamado a Herodes una zorra, y que pretendía establecer una nueva religión. Herodes, aunque irritado contra Jesús, era siempre fiel a sus proyectos políticos. No quería condenar al que Pilatos había declarado inocente, y creía conveniente mostrarse obsequioso hacia el gobernador en presencia de los príncipes de los sacerdotes. Llenó a Jesús de desprecios, y dijo a sus criados y a sus guardias, cuyo número se elevaba a doscientos en su palacio: "Tomad a ese insensato, y rendid a ese Rey burlesco los honores que merece. Es más bien un loco que un criminal".

Condujeron al Salvador a un gran patio, donde lo llenaron de malos tratamientos y de escarnio. Uno de ellos trajo un gran saco blanco y con grandes risotadas se lo echaron sobre la cabeza a Jesús. Otro soldado trajo otro pedazo de tela colorada, y se la pusieron al cuello. Entonces se inclinaban delante de Él, lo empujaban, lo injuriaban, le escupían, le pegaban en la cara, porque no había querido responder a su Rey. Le hacían mil saludos irrisorios, le arrojaban lodo, tiraban de Él como para hacerle danzar; habiéndolo echado al suelo, lo arrastraron hasta un arroyo que rodeaba el patio, de modo que su sagrada cabeza pegaba contra las columnas y los ángulos de las paredes. Después lo levantaron, para renovar los insultos. Su cabeza estaba ensangrentada y lo vi caer tres veces bajo los golpes; pero vi también ángeles que le ungían la cabeza, y me fue revelado que sin este socorro del cielo, los golpes que le daban hubieran sido mortales.

El tiempo urgía, los príncipes de los sacerdotes tenían que ir al templo, y cuando supieron que todo estaba dispuesto como lo habían mandado, pidieron otra vez a Herodes que condenara a Jesús; pero éste, para conformarse con las ideas de Pilatos, le mandó a Jesús cubierto con el vestido de escarnio.