viernes, 22 de febrero de 2013

LIII Los países de los Reyes Magos

Vi el nacimiento de Jesucristo anunciado a los Reyes Magos. He visto a Mensor y a Sair: estaban en el país del primero y observaban los astros, después de haber hecho los preparativos del viaje. Observaban la estrella de Jacob desde lo alto de una torre piramidal. Esta estrella tenía una cola que se dilató ante sus ojos, y vieron a una Virgen brillante, delante de la cual, en medio del aire, se veía un Niño luminoso. Al lado derecho del Niño brotó una rama, en cuya extremidad apareció, como una flor, una pequeña torre con varias entradas que acabó por transformarse en ciudad. Inmediatamente después de esta aparición los dos Reyes se pusieron en marcha. Teokeno, el tercero de los Reyes, que vivía más hacia el oriente, a dos días de viaje, tuvo igual aparición, a la misma hora, y partió en seguida aceleradamente para reunirse con sus dos amigos, a os que encontró en el camino.
Me dormí con gran deseo de encontrarme en la gruta del pesebre, cerca de la Madre de Dios, con el ansia de que Ella me diera al Niño Jesús para tenerlo en mis brazos algún tiempo y estrecharlo contra mi corazón. Me acerqué a la gruta del pesebre. Era de noche. José dormía apoyado en el brazo derecho, en su aposento, cerca de la entrada. María estaba despierta, sentada en su sitio de costumbre, cerca del pesebre, teniendo al pequeño Jesús a su pecho, cubierta con un velo. Me arrodillé allí y le adoré, sintiendo un gran deseo de ver al Niño. ¡Ah, María bien lo sabía! ¡Ella lo sabe todo y acoge todo lo que se le pide con bondad muy conmovedora, siempre que se rece con fe sincera! Pero ahora estaba silenciosa, en recogimiento; adoraba respetuosamente a Aquél de quien era Madre. No me dio al Niño, porque creo lo estaba amamantando. En su lugar, yo hubiera hecho lo mismo.

Mi ansia crecía más y se confundía con el de todas las almas que suspiraban por el Niño Jesús. Pero esta ansia mía no era tan pura, tan inocente ni tan sincera como la del corazón de los buenos Reyes Magos del Oriente, que lo habían aguardado desde siglos en las personas de sus antepasados, creyendo, esperando y amando. Así fue que mi deseo se volvió hacia ellos.

Cuando acabé de rezar, me deslicé respetuosamente fuera de la gruta y fui llevada por un largo camino hasta el cortejo de los Reyes Magos. A través del camino he visto muchos países, moradas y gentes con sus trajes, sus costumbres y su culto; pero casi todo se me ha ido de la memoria. Fui llevada al Oriente a una región donde nunca había estado, casi toda estéril y arenosa. Cerca de unas colinas habitaban en cabañas, bajo enramadas, pequeños grupos de hombres. Eran familias aisladas de cinco a ocho personas. El techo de ramas se apoyaba en la colina donde habían cavado las habitaciones. Esta región no producía casi nada; sólo brotaban zarzales y algún arbolillo con capullos de algodón blanco. En otros árboles más grandes colocaban a sus ídolos.

Aquellos hombres vivían aún en estado salvaje. Me pareció que se alimentaban de carne cruda, especialmente de pájaros y se dedicaban al latrocinio. Eran de color cobrizo y tenían los cabellos rojos como el pelo de zorro. Eran bajos, macizos, más bien gordos que flacos; eran muy hábiles, activos y ágiles. En sus habitaciones no había animales domésticos ni tenían rebaños. Confeccionaban una especie de colchas con algodón que recogían de sus pequeños árboles. Hilaban largas cuerdas del espesor de un dedo que luego trenzaban para hacer anchas tiras de tejidos. Cuando habían preparado cierta cantidad ponían sobre sus cabezas grandes atados de colchas e iban a venderlas a la ciudad.

También he visto sus ídolos en varios lugares, bajo frondosos árboles: tenían cabeza de toro con cuernos y boca grande; en el cuerpo agujeros redondos y más abajo una abertura ancha donde encendían fuego para quemar las ofrendas colocadas en otras aberturas más pequeñas. Alrededor de cada árbol, bajo los cuales había ídolos, veíanse otras figuras de animales sobre columnitas de piedra. Eran pájaros, dragones y una figura que tenía tres cabezas de perro y una cola de serpiente arrollada sobre sí misma.

Al comenzar el viaje tuve la idea de que había gran cantidad de agua a mi derecha y que me alejaba cada vez más de ella. Pasada esta región, el sendero subía siempre. Atravesé la cresta de una montaña de arena blanca donde había gran cantidad de piedrecillas negras quebradas semejantes a fragmentos de jarrones y escudillas. Del otro lado bajé a una región cubierta de árboles que parecían alineados en orden perfecto. Algunos de estos árboles tenían el tronco cubierto de escamas; las hojas eran extraordinariamente grandes. Otros eran de forma piramidal, con grandes y hermosas flores. Estos últimos tenían hojas de un verde amarillento y ramas con capullos. He visto otros árboles con hojas muy lisas, en forma de corazón.
Llegué después a un país de praderas que se extendía hasta donde alcanzaba la vista en medio de alturas. Había allí innumerables rebaños. Los viñedos crecían alrededor de las colinas. Había filas de cepas sobre terrazas con pequeños vallados de ramas para protegerlas. Los dueños de los rebaños habitaban en carpas, cuya entrada estaba cerrada por medio de zarzos livianos. Aquellas carpas estaban hechas con tejido de lana blanca fabricado por los pueblos más salvajes que había visto antes. En el centro había una gran carpa rodeada de muchas otras pequeñas. Los rebaños, separados en clases, vagaban por extensos prados divididos por setos de zarzales. Había diferentes tipos de rebaños: carneros cuya lana colgaba en largas trenzas, con grandes colas lanudas; otros animales muy ágiles, con cuernos, como los de los chivos, grandes como terneros; otros tenían el tamaño de los caballos que corren en libertad en nuestras praderas. Había también manadas de camellos y animales de la misma especie pero con dos jorobas. En un recinto cerrado vi elefantes blancos y algunos manchados: estaban domesticados y servían para los trabajos ordinarios. Esta visión fue interrumpida tres veces por diversas circunstancias, pero volví siempre a ella.
Aquellos rebaños y pastizales pertenecían, según creo, a uno de los Reyes Magos que se hallaba entonces de viaje; me parece que eran del Rey Mensor y sus parientes. Habían sido puestos al cuidado de otros pastores subalternos que vestían chaquetas largas hasta las rodillas, más o menos de la forma de las de nuestros campesinos, pero más estrechas. Creo que por haber partido el jefe para un largo viaje todos los rebaños fueron revisados por inspectores, y los pastores subalternos tuvieron que decir la cantidad exacta, pues he podido ver a cierta gente, cubierta de grandes abrigos, venir de cuando en cuando para tomar nota de todo. Se instalaban en la gran carpa principal y central y hacían desfilar a todos los rebaños entre esta carpa y las más pequeñas. Así se examinaba y contaba todo. Los que hacían las cuentas tenían en las manos una especie de tablilla, no sé de qué materia, sobre la cual escribían. Viendo esto, me decía: "¡Ojalá pudieran nuestros obispos examinar con el mismo cuidado los rebaños confiados a los pastores subalternos!"
Cuando después de la última interrupción de esta visión volví a estas praderas, era ya de noche. La mayor parte de los pastores descansaban bajo carpas pequeñas. Sólo algunos velaban caminando de un lado a otro en torno a las reses, encerradas, según su especie, en grandes recintos separados. Yo miraba con afecto estos rebaños que dormían en paz pensando que pertenecían a hombres, los cuales habían abandonado la contemplación de los azules prados del cielo, sembrados de estrellas, y habían partido siguiendo el llamado de su Creador Todopoderoso, como fieles rebaños, para seguirlo con más obediencia que los corderos de esta tierra siguen a sus pastores terrenales.

Veía a los pastores que miraban más a menudo las estrellas del cielo que sus rebaños de la tierra. Yo pensaba: "Tienen razón en levantar los ojos asombrados y agradecidos hasta el cielo mirando hacia donde sus antepasados, desde hace siglos, perseverando en la espera y en la oración, no han cesado de levantar sus miradas". El buen pastor que busca la oveja perdida, no descansa hasta haberla encontrado y traído de nuevo. Lo mismo acaba de hacer el Padre que está en los cielos, el verdadero pastor de los innumerables rebaños de estrellas extendidos en la inmensidad. Al pecar el hombre, a quien Dios había sometido toda la tierra, Dios maldijo a ésta en castigo de su crimen; fue a buscar al hombre caído en la tierra, su residencia, como a una oveja perdida; envió desde lo alto del cielo a su Hijo único para que se hiciera hombre, guiara a aquella oveja descaminada, tomara sobre Él todos sus pecados en calidad de Cordero de Dios y, muriendo, diera satisfacción a la justicia divina. Y este advenimiento del Redentor había tenido lugar.

Los reyes de aquel país, guiados por una estrella, habían partido la noche anterior para rendir homenaje al Salvador recién nacido. Por causa de esto, los que velaban sobre los rebaños, miraban con emoción los prados celestiales y oraban; pues el Pastor de los pastores acababa de bajar de los cielos, y fue a los pastores, antes que a nadie, a quienes había anunciado su venida.